Eugenio Montes

Ética y Estética del Mediterráneo

La gran aportación de Portugal a la Historia ha sido la revelación humana de la Geografía. Con justo énfasis pudo decir Camoëns de su gente que Si mais mundos houbera,la chegara

Este pueblo ha descubierto casi todas las tierras y casi todos los mares del Planeta, menos uno: el eterno y siempre joven Mediterráneo.

Sobre la milenaria mocedad del ejemplar mar clásico vino a dar pública meditación a la Sociedad de Geografía portuguesa, un mozo catalán a la par afanoso, mediterráneamente, de pluralidad y unidad, de lo diverso, que es la sirena, y de lo incambiable, que es la norma. Y ¡qué bien sonaba la voz de Guillermo Díaz-Plaja en esta sala noble de la Academia lisboeta, constelada de casos y de cosas, esculturas polinésicas, padrones en los ríos africanos, astrolabios, rosas de los vientos con olor a lejanías! ¿Descubrimiento del Mediterráneo?. Sí, porque éste es un mar que se puede y se debe descubrir cada día, en el hallazgo de la hermosura cotidiana, en la lección de lo ya sabido. En eso consiste su impar originalidad. Los demás sólo tienen encanto en cuanto vírgenes y pierden al perder la emoción de la sorpresa, mientras esas horas que vienen y van del Asia Menor a las Columnas de Hércules ganan con la familiaridad, principio y fin de nuestra materna cultura. Siempre recomenzado, como dijo Valery, pero con el recomienzo de siempre, añado yo, pues su novedad de cada mañana es lo que permanece y dura. Nadie lo de cine a mi juicio como su vocación de estrofa: esta hora es distinta de la otra, pero en la misma playa deja un sonido que se enlaza armoniosamente con el de la anterior. En una fórmula filosófica, me atrevería a concluir rememorando la idea griega del ciclo, que el Mediterráneo es el eterno retorno, ese vivir como ver volver que desde los primeros jónicos hasta hoy reaparece a cada desilusión de la Historia. Nietzsche, descubriendo la teoría del ciclo descubriendo la teoría del ciclo y de la finitud, descubrió en aquel atardecer de Rapallo, el Mediterráneo, que luego no supo recorrer de cabo a cabo siguiendo el perfil del litoral, perdiéndose, después de haber encontrado la gran verdad, en las falacias del evolucionismo, del devenir sin fin y del ochocentista progresismo. A estas horas, creo yo, la idea de la forma circular del tiempo está imponiéndose otra vez a la especulación. Veremos si esta vez hay suficiente valentía para serle fiel a la exigencia clásica. Nietzsche, romántico, y por ello sin ley, cayó fulminado por los dioses en castigo a su infidelidad fue la niebla que le hizo caer en el abismo, diría Díaz–Plaja.

La bruma es para el profesor barcelonés el enemigo del Norte, pues, a semejanza de San Antonio, el Mediterráneo está rodeado de tentaciones o lo que es igual, de hostilidades.

Si la niebla es el enemigo nórdico, el espejismo, añade, es el demonio del Mediodía. La realidad diversificada es, en el espejismo, sólo apariencia, engaño. Así, pues, lo único verdaderamente real es, para esa alma del Sur, lo que no tiene carne ni figura ni principio de individuación: lo descarnado, lo que no se puede ver ni mirar. Dios mismo es concebido como el desierto. El Islam niega la encarnación. El espíritu en esa cultura arrasada cierra los ojos. Y si los sueños de la razón engendran monstruos, lo monstruoso, concluye Díaz- Plaja, surge cuando dejamos de ver y mirar. Este enemigo del Mediodía, o sea, en último término, la cultura islámica, ha sido perfectamente definido y caracterizado por el polígrafo catalán. En este punto su disertación alcanza la calidad de una obra maestra. Puedo llevar a tal altura el elogio precisamente porque, procediendo con absoluta sinceridad, he de declarar ahora que sus definiciones del enemigo del Este, y sobre todo del Oeste, me han parecido algo borrosas e imprecisas, necesitadas de conceptos más apretados que ciñan exactamente sus peculiaridades respectivas.

A título de sugerencia me atrevo a indicarle que la dificultad para reducir a definición lo oriental consiste en que, dentro del ámbito asiático, inmenso en el espacio y más aún en el tiempo, han crecido varias culturas sin denominador común. Una cosa es la cultura cálida y vegetal de la India, otra cosa es la cultura fría, como de porcelana, china. En todo caso si un solo principio puede abarcar el Oriente entero, sería el de considerar el no ser como superior al ser. Por eso el asiático no tiene noción de la personalidad. Para ellos lo esencial es contrario a lo existencial, y vivir, perderse en lo anónimo, mientras para los nórdicos vivir esencialmente es estar solos, y para los mediterráneos, estar en compañía, en diálogo, hablando en el ágora, cambiando ideas sobre la polis, en síntesis, discutiendo de política.

¿El enemigo del Oeste, el alma del yanqui, la civilización neoyorquina? ¿En qué consiste?. Por de pronto en el automóvil, el cine, la prisa, la movilidad pura, sin fin, sin reposo. No tienen nunca tiempo que perder, porque no tienen eternidad que ganar. Le falta al Occidente extremo la ventura de sentir la presencia de lo eterno en el tiempo fluido, esa felicidad en que el instante quiere ser intemporal, detenerse, quedar, porque, transido de espíritu, no se resigna a despedirse de él. Esto es el número pitagórico, la idea platónica, la geometría euclidiana, y ésta es la ilusión del Renacimiento , la pintura de Piero della Francesca, la arquitectura de León Bautista Alberti

Cifra y resumen de lo Mediterráneo es para Díaz-Plaja el cántico espiritual de Maragall, en donde católicamente queda bautizada la sentencia de Protágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas». Pues bien, yo diría que el enemigo del Oeste, la civilización yanqui, es lo contrario: «Las cosas como medida del hombre», la humanidad, falta de espíritu, de sentido de lo eterno, medida y valorada por la cantidad de objetos que tiene o puede tener: sobreproducción, capitalismo, gran industria. Walt Whitman, el cántico material del Puente Brooklyn. Pero ya estoy en pleno soliloquio y esto no es lo debido. Dejémoslo, pues, para sabroso diálogo una tarde cualquiera de este estío, a la orilla del socrático mar de las preguntas y las respuestas: gárrulo mar del palique, o lo que es igual, de la dialéctica.

Eugenio Montes, La Vanguardia, 1 de julio de 1942.

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