Julia Butiñá

Mis recuerdos CON D. Guillermo

Mis recuerdos prehistóricos deberían proceder de mi primera cercanía con los Díaz-Plaja, pues mis padres vivían en la calle Mallorca 301, en pleno Eixample y al lado de donde vivían ellos, motivo por el que mi primer colegio fue el Loreto, a dos manzanas de nuestras casas. Allí fue también su hija Aurora –de negro, con lacito rojo y cuello blanco-, pero sin embargo no conservamos ni nosotras ni las familias memoria de este punto inicial en común, que andando el tiempo la insistencia del azar iba a conseguir fraguar en más que conocimiento, amistad.

Así, en el próximo colegio, el Sagrado Corazón de Sarriá, coincidimos de nuevo Aurora y yo en clase, pero dado que estamos aquí para hablar de Don Guillermo me voy a centrar en su encontronazo, que tengo que denominar así, pues a la friolera de 50 años de distancia podría repetir los versos de Juan Ramón que nos recitó en una conferencia que no necesitaba power point para impresionar los sentidos acerca de cómo resonaban las carretas bajando camino de Pueblo Nuevo… El poder que tenía su verbo para transmitir una vivencia literaria conseguía ese efecto, y para mí en concreto fue un firme aldabonazo para inclinarme hacia lo que yo no sabía todavía que era la Filología, y que al fin y al cabo era prolongación de los ratos deliciosos en que mi padre, que no era de aquel gremio pero vibraba con la poesía, me leía ahora Rubén Darío ahora Verdaguer. Don Guillermo también tuvo el don de la potencia de comunicación a través de la letra escrita, pues es sabido que ha sido muy eficiente para varias generaciones por medio de sus libros de texto y, a un nivel superior, con estudios que, tanto como informar, formaban, como puedo atestiguar con el del Modernismo.

Ya en la Universidad hubo un nuevo punto de encuentro en un crucero –a los que mi familia, tras sus huellas nos aficionamos- que hicimos conjuntamente, al norte muy norte de Europa, y del que guardo también preciosos flashes de Don Guillermo. Por ejemplo, en Amberes, de noche, en medio de la preciosa plaza irregular, me enseñaba a distinguir, valorándolos, los matices de diferenciación de ese carillón respecto al de Bruselas. La escena era de lujo pues la plaza estaba casi vacía, en épocas bastante preturísticas aún, a principios de los 60.

Pero el recuerdo más vivo fue el de Islandia, donde encontrándonos en las cataratas de Gullfoss -adustas frente a las exuberantes de la selva de Iguazú, pero de increíble belleza-, nos sentamos de lado con el propósito de realizar el eterno e imposible desiderátum de retener aquella fugacidad de modo absoluto e indefinido: el sonido, la sensación, el paisaje… Se trataba del momento inaprensible de aspiración maragalliana, amén de otros intentos similares a lo largo de la historia de la humanidad. Y estuvimos un buen rato -ése sí que debió ser largo si su sombra se proyecta tan claramente sobre mi memoria-, mientras las familias compraban postales y otros cachivaches de recuerdo, sucedáneos al fin y al cabo del que perdura más y perseguíamos con Don Guillermo.

Al crucero que hicimos por el Mediterráneo no vinieron, pero fielmente, en la parada de un día escaso en Palma, les fui a ver a su casa. Incorporamos a Aurora a una divertida excursión en bici con los cruceristas de nuestro tenor y edad; pero lo que mejor puedo reproducir de ese día son sus explicaciones sobre un precioso mascarón de proa que tenía en la pared. La vista sobre Mallorca también impresionaba el sentido correspondiente.

Debía tener por prurito contar con ese goce añadido al lugar de residencia, pues en Madrid, el ventanón –no ya ventanal, y con puertas, claro- que tenían sobre el Parque del Oeste también era de vista reconfortante. Y aunque menor en lo paisajístico, no era poco gratificante el recodo del Turó Park visto desde su casa de Barcelona. De ésta lógicamente es de donde tengo más impresiones guardadas: de las fiestas de sabios, en que Aurora –y también Berita, gran amiga nuestra, e hija de Riquer; otro gran amigo suyo que por cierto iba a influir definitivamente en mi formación filológica- los mirábamos de lejos diciéndonos: fijémonos bien en ellos que después diremos yo les vi, yo lo recuerdo. Y si no me falla la memoria y no es un disparate, estaban Riba y Rubió nada menos.

Aquí me dio un día Don Guillermo un libro de poemas resultado de las vivencias de sus viajes: Los adioses. Y también aquí le expliqué, respondiendo a su interés sobre mi tema de tesis doctoral, que era la obra literaria de un jesuita antepasado mío, y entendí que lo había entendido cuando me dijo: Vale, un erudito. Lo decía ni mucho menos con desprecio, pero asumiendo que aunque tuviera una obra valiosa era eso, más sabio que creador. Le conté también un trabajo que había hecho para Blecua, otro gran profesor-maestro y muy amigo suyo, quien me lo había valorado bien y trataba de la poesía de Machado a través de su prosa. Pero como en aquella época a las universitarias todavía muy colegialas nos inundaban falsas vergüenzas, no accedí a su invitación a publicármelo no recuerdo en qué revista literaria.

Por un igual, estando con Julián Marías, una noche, tras una conferencia del filósofo a quien debió presentar él, me resta ahora sólo la pena por no haberme atrevido a quedarme a cenar con ellos cuando me lo ofrecieron. El resultado de la educación de un colegio de monjas en el contexto de aquellos años, a pesar de muchos otros bienes que se nos proporcionara, nos restaba posibilidades de naturalidad.

No podría concretar cómo –aunque supongo que siempre de la mano de Aurora- pero estuve a su lado en muchas ocasiones intelectuales de Barcelona. Hay una que califico de simpática excepción cuando, en una conferencia suya con motivo de un estreno de Sagarra, él -que era tan gran orador- dijo en la presentación: Sagarra se agarra… Pues tengo viva la cara de la familia –yo incluida- cuando nos miramos al oírlo y percatarnos de la expresión malograda.

Uno de mis últimos apartados fue el día del último ejercicio de las oposiciones de mi marido, en que pasé esa tarde de nervios en su casa y con mi niño a cuestas. No recuerdo discurso filológico alguno de ese día, pero sí que cuando se enteró de lo que pasaba –excusa o impulso de empatía- bajó a la granja a buscarnos ensaimadas para una merendola de campeonato.

Al capítulo filológico e intelectual, que tan exactamente corresponde a Don Guillermo -aunque haya rozado ya puntos fundamentales pertinentes, como el viajero o el de la poesía-, habría que añadir el de otras relaciones que hicimos y eran próximas a su mundo, y que sería difícil discernir cuándo nos empujó, cuándo se enteró o hasta qué punto estaba detrás. El hecho es que es hoy cuando se hilvanan en mi mente, no debería dejar de relacionarlo. Pienso, por ejemplo, en el Doctor Blecua (padre de los dos profesores filólogos y también amigos), presencia frecuentemente presente en las conversaciones dada su buena amistad, que nos recibió también en su casa enseñándonos pajaritas de papel diminutas, que le había regalado Unamuno y conservaba en una vitrina, o incluso en un mossén Griera, a quien fuimos a ver las tres amigas –Aurora, Berita y yo- conscientes asimismo de que era un sabio para retener en un futuro. Y quien por cierto también nos regaló con una muy rica merienda, en una sala austera y muy de capellán. Y quien últimamente (hasta el 2003 en que desapareció) me hablaba de él era el profesor Batllori, a quien recordaba muy afectuosamente como compañero de estudios, persona llena de vitalidad y de apertura anímica a compartir, y a quien cita a menudo en sus memorias.

Como dijo su hija Ana, cerrando con sus palabras la presentación de Blanquerna el 25 de mayo de 2010, esté donde esté –y no habría que remontarse al De amicitia ciceroniano para entender que esta idea es muy válida en su caso-, creo que estará contento de este acto en su memoria.

Entre bastidores y con la copa de cava que tan amablemente ofrece la Delegación de la Generalitat -y citamos en justicia también a Borja Expósito como organizador del acto- en la mano, comentábamos que es una lástima que el contacto entre la intelectualidad Barcelona-Madrid, que tan bien propició en su tiempo, se haya esfumado.

Que actos así no sólo lo recuerden, sino que gracias a personas como Don Guillermo, que lo sostuvieron, alienten su recuperación.

Julia Butiñá. — Catedrática de Filología Catalana, UNED. Madrid

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