Juan Ramón Masoliver

DEL POEMA EN PROSA Y DEL FEISMO

Con el abrazo de un cuarto de siglo de amistad (que son 30 años ya, no recortemos) y como si las editoriales barcelonesas se hubieran puesto de acuerdo, no pasa semana que no venga a mi mesa un libro de Guillermo Díaz-Plaja. Tres, cuatro, cinco: Rafael Manzano contó hasta siete libros de Díaz-Plaja aparecidos en el lapso de dos meses. Mejor fe de vida, más alborozado arribo no podía señalar la reincorporación de Guillermo a Barcelona tras los años de su dirección del Real Conservatorio Superior de Arte Dramático. Y en ese asalto a la opinión y a la crítica, como oportuno orden del día al reintegrarse a nuestra reunión, a nuestra República asendereada, trae en mazo las cartas todas de su historial. Se nos presenta de vez en sus facetas múltiples, la investigación y el estilo, la atrevida síntesis y la frase apodíctica, la lección y el ensayo, el estructurado panorama, las vivencias del viaje, la prosa poemática y el verso, los ejercicios bilingües. Con el mismo temple luchador, igual curiosidad insaciable, idéntica agudeza, parejo e inveterado optimismo.

De su primera salida a las letras – incipiente el bozo – por la puerta y cadena del periodismo militante conservó Guillermo la querencia del libro, ordenar en volúmenes todo lo no fugaz brotado de su pluma. Obra en marcha, como ninguna, allá iban, según el título o tónica de un nuevo libro, a agruparse unos u otros trabajos, artículos y fragmentos en continuo desplazarse, así la lava, y para desesperación de futuros escoliastas y antólogos. Sesenta o setenta títulos registra, por lo bajo, su producción y – según sucede con las obras de Jose Pla – nunca está uno seguro de en cuáles y cuántos de sus libros hallará determinada página. O viceversa, dónde vendrá la definitiva versión de un atisbo genial, de una confrontación persuasiva, de unas páginas más que afortunadas. Este juego de sorpresas vale para cada nuevo libro: que siempre, y en cada uno, el autor está presente en toda su dimensión, con todo su ímpetu, de cuerpo entero. Son autores que no envejecen, vigías y testimonios fidedignos de su tiempo. Y es grato, por lo mismo, asistir a ese continuo renovarse, a ese no perder ripio de cuanto – en el mejor sentido – se cueza por ahí.

Los temas como las cuestiones planteadas por las letras y el arte, por la vida cultural en cada momento tienen a Díaz-Plaja apercibido. Suyas fueron las primeras tentativas españolas para crear una estética del cine, suyas las sugestiones iniciales en torno al surrealismo, la estructuración de las generaciones poéticas que a finales de la Monarquía abrieron el nuevo Siglo de Oro, la revaloración del Modernismo cuando Rubén parecía abocado al rincón de los cacharros liberty. ¿A qué seguir?. Por algo al profesor Díaz-Plaja, escritor en dos idiomas, conferenciante de dos mundos, congresista nato, tocó acometer la gran empresa por nadie intentada de una historia general de todas las literaturas hispánicas. Con el latín medieval, las letras rabínicas, los zéjeles andaluces; con catalanes y eúscaros, con aztecas y mayas, chilenos, uruguayos, filipinos. Como antes sus manuales de literatura con textos de autor. Como, no hace mucho, la provechosa distinción entre Modernismo y 98, entre el aporte catalán y el castellano. Como, ahora mismo, el primer análisis crítico del feísmo, la primera preceptiva del poema en prosa, cuando el tremendismo tiene invadidos los predios de la ficción, cuando las antiguas preceptivas ya no sirven para calibrar los versos.

El reverso de la belleza plantea el alcance estético y los supuestos históricos del feísmo. En puridad es un amplio ensayo sobre el mexicano Salvador Díaz Mirón, puente indudable a los Darío, los Casal, los José Asunción Silva, y restauradores del Modernismo americano; precedente cierto, también, de una vena que la segunda posguerra ha traído por modo señalado a nuestra lírica. En la doble faceta de Díaz Mirón, antes y después de su encarcelamiento, sagazmente estudiándolas y extrayendo muy provechosas conclusiones, consigue Díaz Plaja un cuadro clínico de lo más notable de la literatura de estas décadas. Un tema de circunstancias, por así decirlo, en manos de Guillermo ha ascendido a diagnóstico de toda una época en crisis, la nuestra. Planteado y ejemplificado el tema, sólo le resta detallar su proyección en el ámbito español y la lírica de Hispanoamérica. Dámaso Alonso y Miguel Hernández, con los tremendistas de última hora, y Neruda y César Vallejo y Jorge Luis Borges; pero también Valle y Unamuno y Manuel Machado, con Lugones, incluso con Juan Ramón Jiménez y Julio Herrera y Reissig.

Del mismo o mayor empeño es El poema en prosa en España, aunque el estudio crítico no ocupe esta vez arriba de 50 páginas en cuarto. Pero la novedad del trato, el rigor de la exposición, las sugestivas aperturas, la amplitud del temario (que incluye, con la prosa artística en España, la catalana y el poema en prosa en América) confieren a esta obra lugar adecuado entre las más afortunadas de Díaz-Plaja, junto a Modernismo frente a 98, la Historia de la Poesía Lírica Española, Veinte glosas en memoria de Eugenio d’Ors, Introducción al estudio del Romanticismo español. Y ese examen auroral se acompaña de una antología orgánica, según una clasificación que no es el menor mérito del antólogo. Una antología comentada que trae semblanzas y páginas de un centenar de poetas en prosa, muchos de los cuales se sorprenderían en verse poetas cuanto a M. Jourdain el saber que hablaba en prosa.

A esta suma haría falta un número que es una constante en la obra de Guillermo, Registro de horizontes, subtitulado Poesía y meditación del viaje, trae esta vez el cuaderno de un viaje a Inglaterra Y los de las cuatro o cinco travesías de América por él efectuadas. Les precede la esquemática visión fruto de un juvenil periplo Mediterráneo; se intercala una rápida cata en Escandinavia y concluyen en una jugosa estética de las ciudades coronada por la visión primaveral de nuestras Ramblas. Hemos dicho cuadernos de viaje y no crónicas. Aquí no hay estadísticas, ni localizaciones. Interesa cuando más la sensación, el cotejo de lo visto con lo leído, aquí pesan a partes iguales emoción y cultura, meditación y poesía. Y brío. Lo que este Díaz-Plaja recobrado nos devuelve de aquel mozo universitario que asaltaba limpiamente los parapetos de la glosa periodística, de la crítica autorizada del vanguardismo.

Juan Ramón Masoliver, La Vanguardia, 27 de diciembre de 1956

Cuando alcanza su vida verdadera

LA DESAZÓN DE GUILLERMO DÍAZ-PLAJA

Aunque su dura y prolongada dolencia debiera haberle preparado, los altibajos frecuentes y su recia fibra, el talante cordial y la seria lucidez hasta las últimas daban esperanzada confianza. Semejante dechado de vitalidad, la insaciable curiosidad intelectual, el dinamismo inagotable coincidían en abonar que se tratara de una mera pausa, insólita cuanto se quiera, de un breve descanso en quien tan acostumbrados nos tenía a poner pie en Barajas, tras un dilatado ciclo de conferencias por media América, para desgranar acto seguido en Madrid su curso sobre Ortega, cumplir con sus tres academias y sus dos presidencias, salir volando a Estrasburgo para ser investido doctor honoris causa, regresar a su Barcelona y presentar su enésimo libro, o el de algún amigo o discípulo, y otra vez la maleta y los papeles para intervenir – Helsinki, Budapest – en algún Congreso o participar en comités – Unesco, Unión para la Paz – o a Sofía y Tiflis y Moscú. Útil y nunca estática lanzadera en su papel de vocero cultural e irreemplazable organizador, siempre en su orsiano laboral por la auspiciada síntesis de la cultura, paladín siempre del fecundo diálogo de las lenguas (de lo que tantas y aleccionadoras pruebas tenemos aquí mismo). Pues no; lo que pudiera parecer, cuando más, un primer aviso ha sido sentencia inapelable.

Insaciable curiosidad intelectual

Le estoy viendo, espigado y apuesto, en nuestro patio de Letras, cuando de las galanuras y tachines de Rubén (sobre éste escribió el primero de sus libros, a los 17 años) pasamos a la devoción del intimismo de Juan Ramón y al íntimo trato con los que luego llamarían poetas del 27; cuando – tardes en la Biblioteca de Catalunya, y magisterio de Rubió ayudando – rivalizabámos en conocer las novedades literarias, propias y extrañas, y hacernos con las revistas minoritarias de media Europa, en inundar de cartas a todo escritor de viso y a los que iban para jóvenes maestros. Sin abandono del griego y el latín, hebreo, árabe, bibliografía y todo lo demás de nuestra carrera, además de la de Derecho, fue nuestra entusiasta militancia en el vanguardismo, el surrealismo si queréis, aquí con los Foix, Miró, Dalí, Garcés, Montanyà, Gasch, el marchante Dalmau, con un ojo en La Gaceta Literaria y El Sol (más Revista de Occidente, por supuesto) y el otro en la nrf, Commerce, 900, La Fiesta literaria, Der Querschnitt y otras tales de Holanda, Suiza, y la URSS (Inglaterra no contaba todavía en este campo), todo con nuestro cojitranco francés de monsieur J.L. Bertrand y el menguado alemán de Herr Kartoffen. Fue la “proeza” ingenua de la revista hélix (1929-30) y la aventura de Ginesta, pilotada por Aramon y Josep Miracle, la entrada en el semanario Mirador, por invitación de Víctor Hurtado, etc.

De todo aquel grupo entusiasta: Clavería y el citado Aramon, Batllori, Salas, Anna Maria de Saavedra, Lina Benaprés y Ció Casanova, Vicens Vives, Sobrequés, Batlle Prats, Grases, Serra Baldó, el malogrado Ramón Esquerra, Llorens, Borrás Prim y más que dejo: de todos nosotros, digo, Guillermo fue el primero en romper el fuego. Con el mencionado librito y, más, con su temprana dedicación al periodismo cultural, en su diaria sección de La Noche. Con su vocación orsiana de “guaita” y obrero de la cultura, pedagogo por naturaleza, fue también el primero en ganar cátedra, con el número uno y estuvo en el primer claustro del modélico Institut Escola. Jovencísimo docente universitario, precisamente él introdujo en las aulas – primero en España – el estudio del cine como séptimo arte. Y tuve la alegría de acogerle en Roma – su primera salida al exterior – a donde venía como delegado español a la I Conferencia Internacional de Cine Educativo. Y por allá anduvo trabando amistades con pintores, docentes y poetas.

Fue nuestro joven profesor quien revolucionó el estudio de la historia literaria, no sólo en bachillerato, desechando el memorismo para cargar el acento en la lectura de los textos y las coordinadas de los movimientos. Una buena mitad de los institutos de toda España adoptó sus manuales y antologías como libros de texto. Y a lo largo de medio siglo son legión los profesionales que en ésos despertaron su vocación y hoy se proclaman discípulos suyos (hasta en Moscú topamos con quienes reivindicaban ese honor). Y quiero añadir un eslabón a su temprana entrega al diálogo operante entre las lenguas y culturas de España: fue su participación en aquel crucero universitario por el Mediterráneo, que tan fecundo había de resultar en el mutuo conocimiento de la clase intelectual del centro y la periferia. De allí se trajo la primera aportación de romances sefardíes, recogidos de labios de nuestros paisanos en las juderías de Rodas y Esmirna. De allí, dejadme que lo diga, el noviazgo con nuestra condiscípula Conchita Taboada, la que había de ser nutricia de una ilustrada dinastía Díaz-Plaja y la insustituible colaboradora en las tareas intelectuales de Guillermo.

Otros hablarán del ensayista, del poeta, de sus colecciones de horizontes viajeros y de personajes de alto bordo, de su prurito de clarificación en todos los aspectos de la cultura de la enseñanza, en pro de nuestras lenguas, del teatro, de la crítica y las suertes del libro hispánico. Yo me limitaré a su nunca tasada generosidad para con las vocaciones en ciernes y los artistas noveles o injustamente preteridos, a su juvenil entrega a toda iniciativa encaminada a aunar voluntades, a la entereza de sus convicciones religiosas y cívicas. Personalmente, mi juventud andariega y algo disparatada tuvo en él puerto seguro si en la segunda jornada, hasta ahora mismo, ese inconmovible pilar de la generosa amistad fraterna. El que será mi corroborante consuelo desde esta hora en que como dijo el poeta, aparece “tel qu’un lui-même, en fin, l’éternité, le change”. Descanse en ello, y en paz.

Juan Ramón Masoliver, La Vanguardia, 28 de julio de 1984

Luz sobre el iluminismo español

Si un período de nuestra cultura goza de mala o ninguna Prensa, ese es, sin disputa, el siglo XVIII. Los motivos de preterición semejante a nadie se ocultan a poco que imaginemos cuán incómodos se hacen para el talante de una época que, así la que nos toca vivir, es la consecuencia última del romanticismo, y si además de aquellos polvos vinieron -o se pretende que vinieran- los lodos del afrancesamiento, la Guerra de la Independencia y las carlistas, con el sucesivo e insanable divorcio entre tradicionalistas y liberales. Recuerdo, al caso, con qué regusto de descubierta seguíamos en los días universitarios el curso que sobre tan pretendida centuria profesaba el doctor Jorge Rubió, y no me extraña que algunos entre los escolares de entonces figuren hoy con ventaja entre los más avisados especialistas en la materia. En la materia que ahora empieza a imponerse con sus justos perfiles.

Viene esto a cuento del primer tomo del cuarto volumen de la monumental Historia general de las literaturas hispánicas, que dirige Guillermo Díaz-Plaja, uno de aquel entonces, y que se ciñe cabalmente al siglo en cuestión. Y es significativa la coincidencia de que, examinando el amplio panorama dieciochesco trazado en estas 600 páginas en cuarto por una docena larga de autoridades en estas disciplinas, aparezca en el suplemento literario del Times y llena sus tres primeras páginas un luminoso ensayo surgido a comento de dos libros importantes: La sociedad española del siglo XVIII de Antonio Domínguez Ortiz, que inaugura las monografías histórico-sociales del Instituto Balmes de Sociología y L’Espagne eclairée de la seconde moitie du XVIII siècle, del rector de la Sorbona y conocido hispanista Jean Sarrailh.

Con varia fortuna, los autores de las monografías, que componen el reciente volumen de la historia de Díaz-Plaja se refieren a las instituciones literarias del siglo XVIII: las Academias, a comenzar por la Española, y las tertulias, las Sociedades de Amigos del País (iniciadas con la obra ejemplar de los Caballeritos de Azcoitia) los periódicos literarios: al costumbrismo y la tonadilla escénica y otros géneros de tradición popular que nos conducen hacia el inminente romanticismo: a los géneros literarios propiamente dichos, así en la pervivencia barroca como en el triunfo del neoclasicismo, por modo singular en la preceptiva y en el teatro: además de una decena de capítulos dedicados a la poesía popular en América española y la literatura indígena de aquellos países, así como a las letras vernáculas -en Galicia y en Cataluña- durante el período de referencia. Pero lo que destaca por su novedad en este tomo es el capítulo que Miguel Batllori S.I. -otro discípulo de Rubió Balaguer- dando veste castellana a un ensayo suyo inserto en La Civiltá Cattolica destina a esclarecer la ingente labor, así científica como literaria, en italiano como en español, desarrollada en Italia por Lorenzo Hervas y Juan Andrés, por Llampillas y Arteaga, por Requeno y Montengón y Terreros y Masdeu, los cien jesuitas establecidos de Roma y Parma a Mantua y Venecia a raíz de su expulsión de España. Y muy acusadamente porque centran el interés primordial del XVIII («el gran siglo educador» en justo decir de Ortega) son la monografía sobre el padre Feijóo que ha redactado Vicente Risco y la primorosa de Ángel del Río sobre Jovellanos.

Los jesuitas de Italia, convertidos en abates enciclopedistas, y Jovellanos y Feijóo constituyen en este magnífico volumen el hilo conductor para el entendimiento y valoración de siglo tan crítico y trascendental como el setecientos español. Vienen a representar, con los estudios de Correa Calderón y José Subirá sobre lo popular y costumbrista, el bloque cuyos extremos ocupan los libros de Domínguez Ortiz y de Sarrailh, cada cual con sus tesis contrapuestas, pero ambos con igual altura y rigor científicos. Y cada uno de los cuales en su diverso estilo, aportan nuevas y decisivas luces para clarear nuestra Ilustración: Sarrailh estudiando la minoría dirigente y haciendo hincapié en la raíz francesa; el español explorando la vida real de la sociedad común española, buscando los antecedentes autóctonos del despotismo ilustrado y sus anhelos reformistas. Rescatando el XVIII español del clisé que los historiadores galos han impuesto incluso entre nuestros tratadistas.

Aceptado el dato que en 1705 sólo se publicaron en España cuatro libros, también es cierto que los primeros Borbones no son sinónimos de una renovación de la cultura, pese al hecho aislado de la fundación de la Real Academia y la aparición del Diccionario. La tendencia a cubrir todo el XVIII con la obra impulsada por Carlos III en el último cuarto de siglo, es sin duda el origen de esa confusión. Los alabados Borbones del XVIII no eran mejores que los denigrados Austrias del XVII. Es más, muchas de las preocupaciones que se atribuyen a los Borbones tienen claro origen en sus abuelos Habsburgo y sus nuevas ideas continuaban o repetían los proyectos – y el arbitrismo – de los Felipes y de Carlos II: la supresión de trabas internas para atraer a los forasteros; el incremento de la industria pesquera como nodriza del poderío naval; la reducción de los monasterios y abolición de escuelas superfluas; la centralización administrativa; el inventario de flora, fauna y minerales, y tantas iniciativas del último cuarto de siglo no hacen más que repetir a cien años vista las instancias de Navarrete, Saavedra Fajardo y Gondomar, la política de Olivares, los esclarecidos designios del propio Felipe II. En la obra de Carlos III, por otra parte, no pesa tanto el enciclopedismo francés cuanto el ejemplo próximo de los italianos (no en balde Carlos III fue rey de Nápoles antes de serlo en Madrid) y la lección de los ingleses Giannone, Filangieri y Vico, Berkeley, Gibbon, David Hume y Adam Smith antes que Voltaire, Gassendi y Diderot. Si Cabarrús, el fundador del Banco de España, era de origen francés, irlandeses fueron Bernardo Ward, consejero de Fernando VI y Carlos III, su sucesor William Bowles; napolitanos Squillace y Tannuci, genovés Grimaldi, la corte de Carlos III -como la de Carlos V y Felipe II -no era francesa, sino europea: su política venía de Italia, de Inglaterra las doctrinas económicas aunque el monarca se apellidase Borbón.

Otros cien puntos de interés cabría subrayar en abono del europeísmo, pero también del españolismo rabioso de nuestro setecientos. Baste el siguiente: que los Aranda, los Olavide, los Azara, tenidos por jansenistas cuando no por ateos, en nada pueden confundirse con sus admirados filósofos franceses: uno murió en brazos de la Iglesia, el otro escribiendo su contrito Filósofo convertido y el tercero nos lo presenta Domínguez Ortiz como profundamente religioso y en su larga embajada de Roma preocupado por preservar la pureza y humildad de la Iglesia y proteger a los mismos jesuitas que contribuyera a expulsar de España. Una total reivindicación del Siglo de las Luces está llamando a la puerta.

Juan Ramón Masoliver, La Vanguardia, 10 de abril de 1957

Las verdaderas piezas de un viejo proceso

Tinc la desgràcia – a la ratlla dels vint anys – de posseïr una petita història literària. He patit una mica de precocitat productora i he publicat, ací i fora d’ací, centenars d’articles. Tot això no m’envaneix pas. Penso que tot plegat no he abastat més que un cert automatisme expressiu i un cert afinament de la intuició crítica”. Son frases de Guillermo Díaz-Plaja pescadas en una beligerante revistilla que perpetrábamos por los días universitarios, año de la Exposición. Pon grande donde dice «petita», libros en vez de «articles», y la cita sigue conservando, entera y aumentada, su vigencia. El olfato crítico y el talante definidor, la redonda expresividad, la apabullante diligencia de este «Luca-fa-presto», y bien, que es Guillermo.

Dudo de que autor viviente alguno (ni muerto, a no ser Lope) pueda, va de ejemplo, alinear en un año la porción de libros que bajo el nombre de nuestro autor aparecieron en el recién terminado de 1967. Intentaré el recuento. Además de La dimensión culturalista en la poesía castellana del siglo XX, su discurso de ingreso en la Academia española, se me acuerda de ensayos como Las elecciones amigas y Los monstruos y otras literaturas, con otro, que será el tema de estas líneas: de Poesía junta (1941 -1966), una reunión de su obra poética que trae pie argentino; de las crónicas de su incesante viajar, ahora Con variado rumbo… y África por la cintura; de la erudita introducción a las Obras literarias de Rafael María Baralt, en la Biblioteca Rivadeneyra, más la selección, prólogo y notas para un Azorín y los libros. Y algo de lo que a comienzos de curso se anunciaba como empresa, a saber: Soliloquio y coloquio (lírica y teatro), La linterna intermitente, La creación literaria en España (1966 -67), El maíz y el ébano (Centroamérica), la ciclópea Antología mayor de la literatura hispanoamericana, por él dirigida y presentada, autor por autor. Y van catorce, como el soneto. Por no decir de reediciones y refundiciones–ensayos de altos vuelos, textos escolares, obras de repertorio–que, con cuños de Barcelona, Madrid o Buenos Aires, suman siete u ocho más.

Lista y cita vienen al hilo de la última producción de Díaz-Plaja llegada a mis manos: La defenestració de Xènius, que prácticamente inaugura las actividades de una editorial andorrana. Un pequeño libro que pone el punto final a una batallona cuestión que nos traía a mal traer desde los años mozos, si para las jóvenes promociones anda envuelta en las brumas del mito. Despiertos a la ficción literaria cuando la «defección» de Ors era un pasado reciente y lancinante aún para nuestros mentores, que mal se compaginaba con la imagen que del escritor adquiríamos en los periódicos madrileños y en la biblioteca, nuestra mocedad intentaba vanamente formar juicio de las causas y entidad de un daño que a nuestro indagar sólo oponía reticentes silencios, cuando no sospechosos sarcasmos y cóleras mal contenidas. Un tema tabú y, por lo mismo, más tentador.

Recuerdo el fresco octubre del 29, a la salida de una sesión solemne en la Universidad donde fueron oradores el príncipe de Rohan y el ministro Bottai, con ocasión de no sé qué empingorotado congreso de intelectuales; y me veo, Granvía acá, mosquetero–con Díaz-Plaja, Clavería y el malogrado Ramón Esquerra–de un brillante grupito en que Ramón Borrás Prim, Federico Mompou, Valeria Seligmann y, no estoy seguro, Jaime Pahissa o el maestro Quintas, sorbía el despacioso y chispeante hablar de Eugenio D’Ors, por entonces delegado español en el Comité de Cooperación intelectual de la S.D.N. Y estoy viendo la turba estudiantil, capitaneada por compañeros nuestros de nombre hoy conocido, con merecida función dirigente, incluso, que a distancia nunca acortada de 20 o 30 pasos venían vociferando calle adelante una sarta de dicterios («fora l’ex-Ors», el más suave) mientras el otro, impertérrito, seguía desgranando el elenco de sus últimos vagabundeos culturales. Y así, plantando pinos (y los otros, bosques) hasta el Paseo de Gracia, en su hora más concurrida, donde unos taxis apercibidos por la prudencia de Mompou nos trasladaron a comentar la nueva urbanización de los Jardinets. Era por los mismos días de la cita que abre este comentario y presumo no tenga mal encaje cuando el orsianismo de Díaz-Plaja rinde, al buen nombre del que nuestros mayores habían saludado como Pantarca, el tan auspiciado e inestimable servicio de hoy.

Porque el paulatino retorno de Ors a sus natales, propiciado en un principio por sus editores (Janés y Félix Ros, de un lado, y José María Cruzet para la obra vernácula) y por sus colaboraciones periodísticas en Barcelona; robustecido con las estancias veraniegas y su tradicional colofón en la concurrida cena del 28 de septiembre, rezumando brindis, si valió para dulcificar actitudes y restablecer viejos lazos, no es menos verdad que la herida permanecía, soterraña en lo cultural. Más y concordia, más a pacto de no remover las aguas. Hasta que la apertura general que todos saben, más coincidente con la hora del mundo y de veras fructífera para las letras catalanas, para una cultura abocándose a saludable revisión, liberándose de viejos tópicos y tabús invitó a encararse, por lo mismo, con la antañona comezón, digo cuestión. Gaziel, Sagarra, Pla, al comienzo; José María Capdevila, clareando –testigo de excepción– una vertiente ideológica apenas recordada de la obra y el hombre Ors; por último, Enrique Jardí que, hijo de un fraterno amigo del Pantarca en los días críticos, se atrevió a levantar una punta del velo (Tres diguem-ne desarrelats) y tirar, después, valientemente de la manta con su minuciosa y fundamental biografía del escritor, y exhumado–por más pieza de convicción– El nou Prometeu encadenat, la tragedia alegórica que Ors dispensó en su continuación del Glosari, ahora en el diario de Pich y Pon, al otro día de arrebatársele el gobernalle oficial de la cultura catalana.

De arrebatárselo, no debido tanto a irregularidades administrativas y barruntos de indisciplina, según la versión dada entonces y agrandada por la leyenda, cuanto a discrepancias ideológicas, en lo político y en lo social, según a estas alturas queda comprobado palmariamente. Capdevila y, con más detenimiento, Jardí lo tenían explicado; Díaz-Plaja aporta ahora las pruebas fehacientes y pormenorizadas, por nadie aducidas textualmente hasta hoy (aunque en ellas basó su comunicación a la academia orsiana del Faro, en la sesión pública de hace ahora un año) y que se ordenan en un apéndice documental que cubre sus buenos dos tercios del libro. Dichos documentos muestran la especiosidad de los cargos (por no decir su ridiculez y artería, en más de un punto) y su celérea e instrumentada acumulación: en maniobra diversiva, para celar un cambio de estructuras en el campo educacional planeado a espaldas del director de Instrucción Pública de la Mancomunidad, Eugenio D’Ors. El desquite que los antiguos servicios culturales de la Diputación tomaban sobre los de la Mancomunidad, al traspasar aquellos a ésta. Un flaco servicio a la memoria de Prat y de su obra, no por menos exaltados uno y otra para aquella ocasión. Y como motor, los escrúpulos religiosos del señor Puig y Cadafalch y los recelos de la mayoría lliguera ante el conclamado obrerismo sindicalista de Ors, condiscípulo y valedor de Layret, admirador del Noi del Sucre, glosador de la huelga general del 19, menudeando su atención cogitante a los hechos revolucionarios de Rusia, Alemania e Italia.

Como motor, digamos con más exactitud, una vez que se consiguió entrase en el juego el ordenancista y apasionado presidente (buena pareja con Ors), los celos. La verde envidia, ante el plebiscitario primado del Xènius de aquellos lustros. El reconcomio de unos intelectuales que en Ors tuvieron su bautismo, su glosista y primer pedestal, y ya se arrepentían de haber alzado la mediterránea bandera del Noucentisme, como mal soportaban el papel de corifeos en la maquinosa liturgia del Pantarca. Pocos documentos más ilustrativos que el acta de la Asamblea de la Mancomunidad, celebrada el 15 enero 1920 en torno a la defenestración de Ors, y que –en su integridad– aquí se divulga por vez primera. En cuanto a la orquestación administrativa, principalmente por las palabras del ponente de cultura; en los pruritos morales, la interpelación del republicano Quintana y la fogosa respuesta del señor Puig. Compendio de todos los aspectos, y triste presea del livor de ciertos intelectuales (aunque él se arrogase la voz de todos), la estocada final del letrado Bofill y Mates, el poeta «Guerau de Liost», del Consejo de Pedagogía de la Diputación y, por entonces, presidente de su Comisión de Instrucción Pública.

No seguiré, pues que esos textos se bastan por sí solos. Y mi pobre cultura clásica no es para que acierte con el suceso, el autor y el pasaje que valgan extremos como los que allí tienen cumplido modelo. Tanto más cuando Guillermo Díaz-Plaja, el mosquetero de entonces, el maestro de hoy, los ha dejado vistos para sentencia.

Juan Ramón Masoliver, La Vanguardia, 18 de enero de 1968

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