José Alsina

Dos catalanes ante el fenómeno clásico

Simultáneamente llegan a mis manos dos libros que se enfrentan, en actitudes diversas aunque en manera alguna contradictorias, con el fenómeno del mundo clásico. Uno de ellos (1) es el libro póstumo de nuestro malogrado Eduard Valentí; el otro, una colección de poemas sobre Grecia inspirados durante los viajes que su autor, Díaz-Plaja, realizara por tierras de Homero (2). Si el libro de Valentí constituye —en palabras de su prologuista A. Comas— «una gran lliçó de ciencia humanística, literària i filològica», los poemas de Díaz-Plaja podrían calificarse como el resultado de una vivencia íntima en la que se revela esa «gozosa posesión del mundo», de acuerdo con el intento de definición que de su poesía diera el propio autor.

En «Els clàssics i la literatura catalana moderna» hallamos compendiada la labor crítica y exegétlca a que se entregara su autor en los últimos años de su vida, sin duda los más fructíferos. Valentí había pasado por una curiosa evolución espiritual que, de filólogo puro, en el sentido más estricto de la palabra, habría de desembocar en una actitud crítica, universalista, que le impulsaba a superar la simple etapa de traductor de los autores clásicos, especialmente los latinos, para elevarse a una consideración superior que tendía a buscar las raíces más hondas de ese fenómeno que llamamos clásico para rastrearlo, especialmente, en una de las literaturas que más hondamente conocía y sentía: la catalana. Pero la crítica de Valentí no se limita —no podía limitarse-— a un bucear en datos eruditos para ofrecernos detalles concretos de la presencia de lo clásico en la literatura catalana. Su crítica es más honda y por ello más penetrante. Se enfrenta con determinadas corrientes o figuras para ir a la búsqueda de un nuevo sentido que su clara intuición percibía en los temas por él estudiados. Se tratará, unas veces, de abordar el tema de los clásicos en la literatura catalana moderna; de evocar, con originalidad, el humanismo de Carles Riba, ya como traductor, ya como espíritu que se enfrenta con los antiguos. Y, en no pocas ocasiones, va a intentar explicarnos, con fino sentido de lo que es poesía, algunos aspectos de Maragall Es, en este sentido, magistral el inteligente estudio que cierra el libro, y que lleva por título «La gènesi del Cant espiritual de Maragall».

El libro de poemas de Guillermo Díaz-Plaja viene a completar, al menos parcialmente, su ya larga serie de intentos por encerrar en forma poética sus más íntimas experiencias viajeras. Su calidad de infatigable viajero le ha llevado a los más remotos parajes de la tierra y ha sabido ir trazando, en bien cincelados versos, las rutas por él holladas: españolas, americanas, polinésicas. Y ahora, Grecia.

No es muy abundante, en nuestra literatura —especialmente en la catalana— la poesía sobre el mundo antiguo. Sobre todo esa poesía «viajera» que intenta expresar la impresión profunda que la milenaria tierra griega ha dejado en el ánimo. Carles Riba ha evocado, en maravillosos metros cortados al modo antiguo —sobre todo en elegías— el paisaje maravilloso de las islas, de los cabos («Súnion, t’evocaré de lluny en un crit d’alegria»), las grutas. Díaz-Plaja no sigue, por lo general, la métrica antigua. Si descontamos algún intento fugaz en versos que quieren recordar un poco el ritmo dactílico, acaso lo más destacable, en este aspecto, sea el poema «Epigrammata», que recuerda en algunos momentos algunos aspectos de ¡a Antología palatina:

El palacio de la Biblioteca está arruinado;
pero los libros que existieron, viven.

Y, en otro poema, acercándose acaso más aún al estilo de la Palatina:

Burdel de cuatro pisos. Los mosaicos explican
que las bacantes (si estaban vacantes) bailaban.

El libro está ordenado en un conjunto de diez «cuadernillos» que recogen sendas experiencias a lo largo de su periplo por las tierras y mares de la Hélade. De la Grecia continental a Creta, pasando por Délos, Myconos, Éfeso, Patmos, Rodas, Santorín. Lo que quiere decir: su evocación de Grecia no se limita a la Grecia pagana. Hay en el libro poemas que se enfrentan con la Grecia paleocristiana, bizantina, moderna en algunos contados casos. Cuando Díaz-Plaja se enfrenta con la Grecia clásica lo hace de la mano de Hölderlin, uno de cuyos fragmentos sirve de portada al libro. Quiero decir que su emoción de poeta le hace entrever en la cultura griega, la tradicional «sofrosyne», el límite, la razón. En el poema con que se abre el libro, su autor, en una audaz interpretación simbólica de la Hélade, habla así:

¡Oh Minotauro difícil! ¡Oh monstruo de siete
terribles cabezas que sólo Teseo podría
vencer, una vez que la diosa
benigna le entregue la antorcha!
Entender es preciso;
comprender, necesario; atreverse, luchar. Somos límite.

La Grecia de los límites, pues. Aunque como un breve contrapunto el poeta evocará, en el poema titulado «Estallido de vida», la orgía dlonisíaca. Es un poema en el que, como trasfondo, se mueven, hermanas casi, las visiones de Nietzsche y Ortega:

La Vida y su renuevo
a! son de flauta y lira,
contorsionado en danza, en epilepsia
orgiástica…

Pero también la Grecia campeona de la libertad, la Grecia que ha enseñado a Occidente a luchar por la propia supervivencia:

¿No canta el compás tu geométrica ruta que señala
el sentir de Occidente, libertad proclamando?

Hemos aludido antes, fugazmente, a la interpretación simbólica —que no simbolista— que aflora en no pocos de los poemas contenidos en el libro. Ulises se convierte, así, de esta guisa, en ese eterno vagabundo que es el Hombre, en busca de la Vida, del sentido de la existencia:

¿Esperará Nausica, rubia playa,
blanca de sal, al Viajero ?
Escapo de mis libros hacia la vida. Dejo
que la letra quede detrás de mí, desfalleciendo,
para no ser sino un lejano símbolo
que la carne y la sangre que me esperan
conviertan en la sombra de la Nada.

O bien, en el poema «Retorno a Itaca» (recuerdo oscuro evocado ya por el poeta en su libro Viatge a l’Atlàntida i Retorn a Itaca), donde se
Insiste en la misma vivencia

Todo nuestro existir es un eterno
retorno a Itaca, a la secreta, vital, originaria
ternura de Penélope, que es a un mismo tiempo
fuego de entraña, radical presencia,
cordón umbilical que nos enlaza
a ia Madre.

Para concluir

Todo está en el tejido de Penélope.

No es raro, en fin, que el poeta nos sorprenda con una audaz metáfora que roza lo pindárico. Así, cuando evocando a Santorín, se expresa de esta forma:

En el mar lapislázuli, ¿qué extraña gema,
qué cambiante joya se engasta?

José Alsina, La Vanguardia, 21 de junio de 1973

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