Tomás Salvador
Memoria de una generación destruida
¿Que es, en qué consiste una generación?. El diccionario no peca por abundancia: «Serie de descendientes de padres a hijos». «Conjunto de individuos contemporáneos». «Cierto espacio de tiempo durante el cual se renuevan los individuos de la especie humana, relevándose o sucediéndose los unos a los otros».
El asunto no está nada claro, puesto que, obedeciendo a no sabemos qué leyes de simpatía, ciertas edades tienden a simbolizarse en una de ellas, a veces distanciada cronológicamente. Y si esto sigue sin estar claro –como me parece– hablemos en términos militares y digamos que cada año significa una «quinta». Yo, por ejemplo, nacido el año 21, pertenezco a la quinta del 42. Dicha quinta, por las razones que fuere, entre ellas la de no haber hecho la guerra, pero sí madurar en ella y haber entrado en cuartel inmediatamente, se eleva automáticamente a símbolo de una generación: la generación de los que no combatieron, pero que contienen los gérmenes ideológicos de la guerra. En suma, una generación puente. Tanto es así que hasta los años 50 no nace otra generación, la de los que maduraron bajo la tensión de la posguerra, generación dividida en dos, una representada por los chicarrones del Frente de Juventudes y otra por los disconformes, con los que abrieron su juicio a ideas independientes.
Una generación abarca 25 años, en su sentido político. O cuando menos eso sucedía hasta comienzos de siglo. Se sobrentendía que un siglo equivalía a cuatro generaciones, que se acomodaban de forma más estable. A partir del 93, es cuando las generaciones dejan de ser fluidas y toman como distintivo un acontecimiento, sea cultural, histórico o político. Tenemos pues, que Guillermo Díaz-Plaja, nacido en 1909, pertenece a la «quinta» del 30. Sin embargo, Julián Marías, que prologa el libro que comentamos y que se confiesa nacido en 1914, niega a los nacidos dos años antes pertenecer a la misma generación que él mismo y que Díaz-Plaja, incluso cree «mayor» a Guillermo por haber nacido un poco antes. ¿Por qué esas sutilezas?.
Por una sencilla razón; porque la guerra civil española impuso tal variedad, tales aspiraciones, tantos sacrificios, que prácticamente cada «quinta» fue, en sí, una generación, fenómeno por otra parte de lógica encadenación. La guerra hizo precoces a algunos, silenció a otros, separó en bandos y formó grupos; en unos, la política impuso un ritmo, en otros, las actividades culturales les hicieron caminar de forma distinta. La guerra, como un horno, quemó o aleó voluntades, que luego, aunque mal soldadas, no pudieron o no quisieron separarse.
La quita del 30 equivale a los hombres que en 1936 tenían 25 años, o lo que es igual, estaban en plena madurez física y en pleno esfuerzo para incorporarse, terminadas sus carreras, a la vida nacional. No cabe duda, pues, que la guerra significó un colapso de su incorporación al ritmo normal. Pero tampoco la cabe de que en algunos la aceleró. Incluso la confirmó. Si algo demuestra hoy la vida política española, es que la quinta del 30, hasta algo anterior, sigue rigiendo la vida española. Los que tenían entonces entre veinte y treinta años, tienen ahora entre cincuenta y sesenta. Pero siguen impuestos.
Cabe, pues, aceptar que la generación treintista, sea una generación destruida, aunque mejor sería calificarla, como hace Masoliver, de generación quemada. De la misma forma, yo llamo a la mía generación frustrada; los del 50 a la suya generación despreciada, mientras que el resto es, sencillamente, generación nueva. Si atendemos a la «altura» en la cual las generaciones están, o se consideran aptas para dirigir la vida nacional –porque, en resumen, esto es de lo que se trata: de dirigir la vida nacional– los treintistas no tienen razón para quejarse. Cierto es que su generación, o su grupo de «quintas» llevó el peso de la lucha y se gastó o destruyó en gran parte; pero no menos cierto es que, aunque fuera por unos instantes, unos años, tomaron la iniciativa, el manto, la consigna. El que, después, unos resultaran vencidos y otros no cupieran en la nave del Estado, es algo absolutamente diferente. Mucho peor es el caso de mi generación y las posteriores, que, en el estatismo de nuestra sociedad, no han tenido siquiera la oportunidad de asomarse a la vida política nacional. Y no hablemos de las juventudes, tan frecuentemente invocadas, hoy entregadas a la rutina.
Sin embargo, que estas consideraciones no nos aparten del libro de Díaz-Plaja, que, aunque tardíamente, ha sido llamado a un cargo en la Administración. Díaz-Plaja escribe muy bien, es claro y preciso, de la misma forma que fue precoz para incorporarse al ritmo generacional. A Díaz-Plaja, para mayor mérito, le daríamos su condición de escritor en dos lenguas, de prisionero entre dos problemas o dos formas de entender la pasión de la vida. Su Memoria de una generación destruida, y ésta es la pena, sólo es el esbozo de un libro que podría ser mucho más intenso, mucho más valiente, mucho más significativo. Claro está que este libro no lo puede escribir sólo Guillermo, sino que pertenece a todos. Fue, la suya, una generación patética, presa en el vendaval de las pasiones, fue una generación aturdida, que, creo yo, todavía no ha hecho examen de conciencia, aunque empiece a hacerlo y que será un documento histórico en la medida que sepan aceptar sus responsabilidades y no hagan lo que Poncio Pilatos. Una generación motor, de gran nivel cultural, aunque con pocos genios. Cabe decir en su honor, que en medio de grandes dificultades, supieron ser un puente, aunque precario, de la continuidad cultural español.
Tomás Salvador, La Vanguardia, 19 de julio de 1966.