Pedro Rocamora

“Al filo del Novecientos”

Un libro misceláneo sólo se justifica cuando, tras la variedad de su temario, asoma una razón de unidad capaz de dar un sentido acorde a sus páginas. Tal es el caso de esta obra de Díaz-Plaja en la que se agrupan estudios sobre los movimientos espirituales entre España y América, y dentro de la Península, entre Cataluña y el resto de las expresiones hispánicas. El fenómeno de las influencias y recíprocas asimilaciones que en este ámbito se han producido sitúa al libro entre dos coordenadas. Una cronológica, ya que las figuras estudiadas aparecen coincidentes «al filo del novecientos», y otra espiritual, dentro de una idea general de «intercomunicación hispánica», al subrayar el fértil juego de las mutuas penetraciones entre las culturas.

La producción literaria de Guillermo Díaz-Plaja, académico de la Española, abarca más de medio centenar de libros. Las más importantes universidades de Europa y América le han ofrecido sus cátedras como profesor invitado. Catedrático de Lengua y Literatura en el Instituto «Jaime Balmes», el profesor Díaz-Plaja ha visto estimulada su fecunda vocación literaria por la concesión de importantes premios: el Nacional de Literatura en 1935, el de Crítica “Enrique Ureña» en 1954 y el de Ensayo «Ciudad de Barcelona» en 1961. Especializado en los temas del modernismo y del 98, inaugura las páginas iniciales de esta obra con la figura de Rubén Darío. Rubén, que quebró los módulos del viejo ritmo poético y desbordó en sus estrofas la medida de las cadencias tradicionales, fue el embajador en España del parnasianismo y del simbolismo francés. Díaz-Plaja descubre a Darío en su vinculación con el mundo catalán. La estética modernista se ha producido – decía el autor de «Cantos de vida y esperanza» – en América “antes que en la España castellana” y en Cataluña «independiente de la literatura castellana». Díaz-Plaja parte de ese cuadro de valores que aproxima al Rubén Darío al ambiente artístico y literario catalán. Gerónimo Mallo señaló ya la relación intelectual de Darío con Santiago Rusiñol, Pompeyo Jener, Eugenio D’Ors, Rubió y Lluch, Federico Raola y Ferrán Agulló. Así como la gran inclinación que sentía por la figura del venerable dramaturgo Angel Guimerá. Al Rubén de la Barcelona de la «belle époque» le deslumbró el Mediterráneo. Lo que representa este mar como reencuentro de una de las raíces más profundas de la estética rubeniana, ha sido tema de predilecto estudio en el libro Modernismo frente a 98, de Díaz-Plaja. Hoy, el académico español enlaza con aquella temática para descubrir a Rubén inmerso en su madurez, en la hermosura del equilibrio clásico, convertido en símbolo y estética a través del alma de Cataluña. Santiago Rusiñol es factor decisivo en el entendimiento rubeniano del espíritu catalán. Un admirable trabajo de Antonio Oliver Belmás sirve de pauta a Díaz-Plaja para iniciar este estudio, que es más bien una sinopsis o apunte de lo que un día podrá ser análisis acabado del patriarca del modernismo.

Construido con técnica de bajorrelieve, resalta entre los personajes que componen el retablo de Díaz-Plaja el estudio de Martí, tan alejado hoy del recuerdo literario de los españoles. Desde su iniciación en el ámbito de las letras – «El presidio político de Cuba» – hasta sus últimos artículos en «La Nación», de Buenos Aires, Martí conjuga – con un culto exagerado del lenguaje – el ensayismo y la poesía. Ésta es quizá la que más preocupa a Díaz-Plaja. Un verso de factura simple a veces, primitivo en muchos casos, con una elementalidad que hace más hondo y penetrante el sentimiento poético. Pero la personalidad literaria de Martí tiene además una faceta retórica. Antítesis y contraste que dibuja una trayectoria tornadiza del poeta según el giro de su propia vida. Porque en el escritor cubano se puede encontrar de todo, menos unidad de fórmula o fidelidad a un programa estético. Su signo característico se resume en un oscuro afán de responder líricamente a las instancias de la circunstancia vital, con estilo siempre ardiente, apasionado y dramático. Unamuno comprendió muy bien el ímpetu del motivo de los Versos libres de Martí, aunque acaso éste aparezca mejor reflejado – por su atormentada tristeza melancólica – en sus Versos sensillos.

Díaz-Plaja hace un análisis del lenguaje martiano, interpretándolo en su dimensión cordial. Es un idioma – dice – puesto al servicio del corazón, como instrumento de proximidad humana. Porque si la inteligencia admite una gradación de exigencia, el corazón no sabe qué significa el lenguaje de las minorías. Como el famoso rótulo de la «Casa de los Tiros”, de Granada, José Martí pudo haber puesto al frente de su obra estas palabras: «El corazón me manda».

Hay en Martí estrofas de emoción concertada que a veces valen más que todo un poema. Popularismo, energía plástica, sentido sintético del verso son cualidades radicales de este admirable lírico, al que Díaz-Plaja contempla en su dualismo polémico de lucha contra el Gobierno de España y de voluntad total e irreductible de dar a Cuba su libertad. Todo ello compaginado con sentimientos y recuerdos «llenos de afecto al espíritu y a las maneras españolas». En el pozo de la huella hispánica halla Martí el lenguaje. Y surge su famosa frase: «La lengua es el jinete del pensamiento y no su caballo». He aquí un punto que Díaz-Plaja pasa muy por encima, limitándose a transcribir las ideas del poeta. Tema apasionante, discutible y polémico, al que Gabriela Mistral dedicó su admirable estudio La lengua de José Martí.

Ya en su libro Modernismo frente a 98, Díaz-Plaja llegó a la conclusión de que el fenómeno modernista no es otra cosa que la versión novecentista de una constante fundamental de toda poesía y concretamente de la española. Díaz-Plaja afirma que si el luteranismo y el conceptismo son dos maneras estéticas que corresponden respectivamente a la sensualidad exterior y musical de la Bética y a la gravedad interior y ascética de la meseta de Castilla, se puede calificar el modernismo como una pervivencia biológica de la primera de estas actitudes. Ante esta concepción Martí no se siente aprisionado. Su poesía es de dentro para fuera. No acepta la ruta contraria. Ni siquiera la que pueda confundir la marquetería artesana del verbo con la raíz emotiva inicial. Ahora bien, la poesía no supone una mecánica, sino una actitud y ésta es muchas veces exclusivamente sentimental o estética para Martí. «Hay versos – dice – que se hacen en el cerebro; éstos se quiebran sobre el alma. La hieren pero no la penetran. Hay otros que se hacen en el corazón. De él salen y a él van».

He aquí la confesión de un extraño sentimentalismo lírico que sería difícilmente aceptable si no se compensase por esa afirmación de autenticidad que Martí reclama para la poesía cuando afirma que ésta «ha de tener su raíz en la tierra».

Quedaría incompleta la hermenéutica de la obra martiana si no se rubricase con muy certero juicio sobre el valor «visual» de su estética. Porque lo visual en Martí – dice Díaz-Plaja – es una manera de entender. No se trata de un anhelo decorativista, sino de una jerarquía de valores. La sensación da sus mensajes al alma como la intelección. Hay gentes hipersensibles a esta comunicación plástica – señala el académico español – como existen las que se sienten vocadas preferentemente por la vía auditiva. Quizá la clave de esto podría encontrarse en la sangre valenciana – mediterránea – que circulaba por las venas de José Martí. Hijo de levantino, pudo haber heredado la predisposición hacia la sensualidad captadora del mundo espacial, el goce por la policromía. Díaz-Plaja lo ve, «no como un observador demorado, sino como un cronista intrépido». La retina del poeta capta al galope y escribe sin descender del caballo. Ese levantinismo de Martí descubre una de sus debilidades, la retórica. Por eso elogia el estilo de Castelar, cuya palabra «flamante y brilladora» le parece «la espada del ángel del paraíso». He aquí una adhesión que en cierto modo estigmatiza el perfil literario del poeta cubano, cuya obra de factura irregular nos llega hoy ensombrecida por esas lamentables afinidades barrocas.

Tanto en las páginas que Díaz-Plaja dedica a Martí como en las que consagra a Díaz Mirón, el lector se siente perplejo ante la objetividad documental del autor. Díaz Mirón revive a través del pensamiento de Blanco Fombona y de Altamirano. Pero yo hubiera preferido descubrirle, sin intermediarios, en el enfoque vivaz y rotundo de Díaz-Plaja. Añádase a esto el tono en cierto modo apologético de la apostilla literaria. Sin duda por ser destinados a un público hispanoamericano, en forma de conferencias, estos trabajos se presentan sin ese nervio del causticidad que es el atractivo de toda función crítica. No ocurre lo mismo, sin embargo, con Unamuno. Aunque para señalar su disconformidad tampoco se produce Díaz-Plaja solitariamente. Sino con la apoyatura – a mi parecer endeble – de Luis Farré en su libro Unamuno, William James y Kierkegaard. El juicio del autor se construye sobre tesis ajenas y poco favorables por cierto el viejo rector de Salamanca. Señalo como más característico el comentario de Ortega, tan obviamente incómodo ante la fuerte personalidad unamuniana, por lo que ésta pudiera tener de eclipsadora del resplandor de otros genios literarios.

¿Qué quiere decir Díaz-Plaja cuando habla del carácter «libresco» de la novelística de don Miguel?. Pienso que no lo hace con significado negativo. Porque esa es una de las cualidades esenciales – y radicalmente original – de su creación literaria. La insólita corporeidad del autor, presente como personaje imprevisto de su propia novela -en Niebla – constituye una de las argucias de la novelística unamuniana menos «humana»; es decir inconcebible dentro de un relato de acontecimientos insertos en el plano de la realidad. Y por lo tanto más «literaturizada». De ahí justamente su importancia. El fenómeno se repite en San Manuel Bueno, mártir, La novela de don Sandalio – sin protagonista – y en Un pobre hombre rico (expresión del humor unamuniano o sentimiento cómico de la vida, como él mismo diría). Todas ellas son creaciones ciertamente librescas. Pero ello constituye escabel que las eleva sobre la mediocridad del ambiente, cima en la que se sublima la invención del genio unamuniano.

Con exaltada devoción hace Díaz-Plaja justicia a un personaje al filo del novecientos, inexplicablemente preterido: Eugenio d’Ors. Obra y personaje que están aguardando una reivindicación inmediata que acaso pudiera salir de la pluma de Díaz-Plaja. ¿Qué saben los jóvenes de hoy de aquel gran maestro de la cultura catalana y de las letras españolas, que llamó «arbitrista» a su actitud intelectual ante la vida, porque a través de ella manifestaba “su desconfianza y adversión hacia todo lo que procedía de la zona del sentimiento y propugnaba por el contrario el culto a la libre voluntad”?. Eugenio D’Ors es un hombre que debía estar presente en la panorámica de las letras actuales. A pesar de que su curiosidad le llevó en cierto modo a la dispersión, su estilo de pensamiento parece evocar las síntesis de Montaigne, el artífice incomparable del ensayismo especulativo. Pues al maestro que sustituyó el «arbitrismo» de su juventud por la «angeología» de la vejez, dedica Díaz-Plaja un ágil análisis a contrapunto de aquel gran protector de la cultura catalana, que fue Prat de la Riba.

A mi juicio, los capítulos en los que Díaz-Plaja quiebra su rigor de sobriedad y desapasionamiento, son los dedicados a Azorín. Porque una de las características de Al filo del novecientos se cifra en un equilibrio del que parece no querer desbordarse el autor. En Azorín, sin embargo, se contempla el testimonio directo de una vida vista, no en su proyección literaria, sino en su propia realidad existencial. Díaz-Plaja da noticia de sus diálogos con el maestro de Monóvar. Y aquí el relato tiene la emoción y la hondura que rompe la ponderada mesura de otras páginas.

Libro, en fin, complejo, vario y atrayente. Y sobre todo, generoso. Porque Díaz-Plaja parece no rehuir un gesto de tolerante comprensión ante cada personaje que estudia. Díaz-Plaja esquiva utilizar colores violentos. Su glosa me recuerda la técnica de los escultores de la Grecia antigua, que no resaltaban los rasgos diferenciales del modelo, sino que ajustaban su obra a un canon superior de la belleza. Yo le hubiera preferido más acre en sus juicios, más implacable, incluso violento. Como eran nuestros imagineros del siglo XVII. Pero la estética literaria de Díaz-Plaja está más cerca de Praxíteles que de la de Gregorio Hernández. Benevolente y sereno, Díaz-Plaja pasa su mirada por parcelas del mundo literario de Hispanoamérica y de España sin que un vislumbre de acritud se asome a los puntos de su noble pluma. Insólita postura en un momento de las letras en el que la glosa y el elogio han sido sustituidos por una «metodología de la discrepancia».

Pedro Rocamora, diario ABC, 19 de agosto de 1971.

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