Pedro de Lorenzo
Prólogo a Guillermo Díaz-Plaja, Maestro de la Literatura Itinerante
También a las puertas de la primavera, Guillermo Díaz-Plaja prologaba, en 1947 uno de mis libros. Estoy viendo aquel manuscrito, rápido, la cadeneta de su letra apretada recogida en sí misma, segura, con la mínima vacilación perfeccionadora. 20 años después, en este otro umbral de primavera, Guillermo Díaz-Plaja ha sentido la tentación de aprestar, con originalidad suma, aquella cortesía: me ha invitado a que ensaye sobre literatura de viajes en las páginas de miramiento de su nuevo libro. Juego de atenciones y exquisito como de quien, muchacho, en 1931, prologara al maestro «Azorín»: prologado insigne, que nos decía: «Vivir es ver volver…».
Hermano mayor en andaduras tantas, para el camino de las letras, Guillermo Díaz-Plaja ha tendido su mano en años de posguerra a los más jóvenes, pensativo de esta aventura: andar y ver. El viaje como tema literario abre una de las últimas vías a la carrera del escritor, sensitivo de los esquemas culturales y de las novedades caracterizantes de su tiempo.
En “Opera omnia”
Junto al discurso de lección varia; entre el manual didáctico y el cuaderno de intimidades, arranca Guillermo Díaz-Plaja, muy rica serie a su diario de viajero. ¿Por qué a este inquieto espectador del mundo de las letras y tan de viejo le atrae la singularísima literatura itinerante?. En su centenar de títulos, la «opera omnia» de Guillermo Díaz-Plaja cataloga erudición y leer ameno: vidas de escritores, ediciones críticas… La creación está representada por nueve libros líricos: otros nueve libros acogen sus impresiones de viaje.
Hombre de cátedra, sus saberes muchos, fertilizan la actividad de organismos actualísimos, ya en busca de una Estética del cine, ya de la Estética del paisaje, o las sucesivas direcciones del Instituto del Teatro en Barcelona, y el Instituto del Libro en Madrid. Autor de textos de preceptiva, cronista de las letras, su área profesoral la expande a la tribuna, viajero de ambos mundos. Ejerce magisterio de español en lectorías de la otra orilla del Atlántico, le toma la cintura a un África novísima y la traslada acá en anchas páginas de periódico. Vive su diario y en los altos del camino, de posada, de retorno, la pluma pronta, múltiple el garbo, la invención sabedora, recuenta sus andanzas fiel a esta esencialidad: emoción más inteligencia.
La pasión viajera
En un reciente libro de memorias, patético, pues que el “seny”, de su elegancia diplomática no excluye el dramatismo de las gracias perdidas y las perfecciones alcanzadas en esa hora que es la historia de su generación destruida, evoca Guillermo Díaz-Plaja su primer crucero. Al filo de la mayoría de edad, entre compañeros letrados, muy próxima quien acabaría acompañándole en el viaje mismo sacramentado de la vida, va Mediterráneo adentro bojeando esos cruces de sangres y de culturas de las islas; asoma a los dos mundos – clásico, islámico – en que se asienta la cultura peninsular, y escribe para La Veu de Catalunya , las incidencias de su ruta. De esas cartas nace Cartes de navegar, el primero de sus libros de viajes; recordándolo, indaga ahora el autor: «¿desde cuándo me escuece en el alma la pasión viajera?»: y agradece: «Lector – y redactor – infatigado de diarios de viaje, enamorado de los rumbos distantes, la vida ha sido muy generosa con este anhelo mío. Dios no ha querido probarme en el castigo de la inmovilidad…»
Ordo amoris
Cuando Guillermo Díaz-Plaja es sometido a esa prueba, donairosa, del cuestionario «Marcel Proust», la pasión viajera como vida y como estudio se le revela, súbita, en esta respuesta:
-¿El pájaro que prefiero?. El avión.
Un gusto moderno
¿Cabe elección más al día?. La composición del paisaje literario es ejercicio de creadores. También ejercicio de los creadores fue el advertimiento de esa conquista. Y tanto la invención del paisaje protagonista literario, como el descubrimiento de su presencia en las letras españolas, han sido obra reciente. El paisaje como arte literario no aparece en España mucho antes del siglo XIX. Su valoración crítica es cosa de estos últimos años: treinta, cuarenta años. Sutil observador del alma castellana, «Azorín», ensaya por la primera vez la intuición de un paisaje de España visto por los españoles.
El gusto por la Naturaleza, en la literatura – escribe «Azorín» – es completamente moderno; en Francia, Rousseau, iniciador y engendrador de tantas cosas, inaugura el paisaje literario y abre el camino a Bernardino de Saint-Pierre, paisajista admirable. En España es curioso examinar la huella, más o menos débil, más o menos pintoresca, que han ido dejando en la literatura cuantos han tenido ojos para el campo.
La teoría de “Azorín”.
Lo que «Azorín» propone -y en trasunto primoroso logra – es algunos comentarios sobre el paisaje de las diversas tierras españolas. Como presentación de la breve antología, construye una teoría sugerente de nuestro paisaje literario. Cavila, y parte de los primitivos: poema del Cid, Milagros de Berceo; se viene inmediatamente al núcleo de la gran literatura castellana: fray Luis de León, Garcilaso; y entra en el siglo XVII, apogeo de la prosa: compara dos retratos de un bello lugar, cuidado, artificioso -Aranjuez -a la par, visto en el «Persiles», de Cervantes y en el «Criticón», de Baltasar Gracián; les opone un fragmento en prosa de Lope de Vega. Resume: el sentimiento de la Naturaleza es moderno.
Repara en el horror – «affreux», de las letras francesas – con que las montañas sobrecogían incluso el escritor romántico: Quintana, 1797, por ejemplo. Contrasta, ese terror, con el sentido amoroso de nuestra hora hacia la Naturaleza. Por primera vez, el Romanticismo -sensibilidad penetrantemente analizada por Guillermo Díaz-Plaja – trae la Naturaleza en sí misma, no como accesorio. Es ya convenido ver en las páginas de una novela romántica, El señor de Bembibre, de Enrique Gil y Carrasco , el nacimiento del paisaje escrsito. La novela de Enrique Gil es esto: sucesión de cuadros de una muy hermosa tierra de España: el Bierzo. Sobre la esplendidez de esa pintura de países, avanza la fábula: una historia medieval de caballeros de largas capas blancas, de la Orden del Temple.
Nuevos puntos de vista.
El paisaje como tema literario, vamos hoy a contemplarlo desde estos puntos de vista: paisaje sin voluntad de estilo, y paisaje de creación deliberada cuya creación puede a su vez ser, y puede no ser, obra literaria.
Paisaje, pero sin propósito de entidad literaria, hay en el más remoto poema castellano: Myo Cid. Escanden los gallos estrofas de ese poema, rompen albores; mira el juglar la vega: como la huerta «espessa es e grand», apretada, extensa; registra la toponimia del destierro, desde Castilla al mar: las fieras montañas altas, boscosas; las poblaciones: aldeíta de Vivar, ciudad de Burgos, Valencia la clara; palacios «yermos y desheredados»; burgaleses al alféizar de las ventanas, puertas candadas por orden del rey; aprecia con ojo labrantío las variedades de la tierra: negra en Alcañiz, arenosa en Valencia, en Calatayud muy mala, umbría en el robledo…
Guillermo Díaz-Plaja se hace problema de este Cantar; la reflexión no le basta: se echa al camino. Con variado rumbo… principia sobre las huellas, seguidas paso a paso, de la ruta del Cid. Donde -ya en tiempos lo advirtió – el paisaje no sólo se ve: en las bardas del poema cantan los gallos; madrugueros gallos que en la llanura marcan la ley de las horas: despiertan, despabilan, encienden la ruta del exilio. Pregoneras, clamorean las campanas; a Myo Cid ha llegado el estruendo de los atambores. Observa Guillermo Díaz-Plaja cómo el seguidor de tan primeras impresiones de paisaje contempla un alrededor solidario del hombre, una proyección subjetiva, sin vida propia. Y esta inicial manifestación, involuntaria, de la escritura de paisajes, en alternativa con la otra de paisajes independientes, se reitera a través de nuestras bellas letras.
En el jardín de Melibea.
Entre los macizos de una huerta, por sus cuidados viales, estamos viendo discurrir a Melibea, armoniosa. ¿Oigo?. Es la canción del agua que emana esa fuentecita. ¿Ahora?. Es la brama del ramaje, esos cipreses meneados por el viento. Irrumpe un halcón. ¡Eh!. Se escabulle entre el oleaje de los árboles. Tras el halcón, ¿persiguiéndole?, un mancebo acaba de saltar las tapias de la cerca. ¡Escucho!.
– Todo se goza en este huerto con tu venida… oye la corriente agua de esa fuentecica ¡cuánto más suave murmurio su río lleva por entre las frescas yerbas!.
Calixto y Melibea han nacido para jugar con los rayos que platean las hojas de los árboles. En la tragicomedia se escenifican dos cuadros de jardín, dos paisajes de nocturno: hojas caídas, versos de ausencia, gozos del agua en el cercado, a la luz de la luna. Naturaleza, como espejo del amor.
La vida rural, poetizada.
Celestina acá, digo ahora el paisaje de un clásico de nuestro Renacimiento: era agustino y alternaba, con el claustro monástico, su cátedra de la Universidad. Aquí le vemos ribera del Tormes: camino de un soto. «La Flecha», llaman a ese celebrado soto. Junto a la pensativa figura de fray Luis tantea y anda, ciego, Salinas, músico famoso. ¿Quién si no Guillermo Díaz-Plaja ha descrito, circunstanciadamente, el paisaje de Los nombres de Cristo?.
Al maestro León, en la línea del Beatus ille, el campo se le representa como apetencia de paz, equilibrio y sosiego; la vida rural es tema poetizado: el paisaje de Los Nombres de Cristo se tinta de emoción literaria trabajada. En verso, este rincón de otoño:
el campo su hermosura, el cielo aoja
con luz triste el ameno
verdor, y, hoja a hoja,
las cimas de los árboles despoja.
España y su misterio.
Pero ¿España? ¿Dónde está el paisaje de España? Cervantes pone en la historia de nuestro paisaje literario esta lente amorosa, este color: misterio. Amigo de los libros de viaje, el doctor Marañón lo observaba; sostenía:
– Si no bajamos a la sima, no sabremos lo que es España. Y así, por ejemplo, si lo pensamos bien, nos damos cuenta de que en el descubrimiento de la Mancha que hizo Don Quijote, porque la Mancha está toda inventada por él y para siempre, tienen tanta importancia como la venta y los caminos polvorientos y el horizonte infinito de la llanura al amanecer, toda aquella maravillosa fantasía que vio en el fondo de la Cueva de Montesinos.
Fábula del barroco.
No hallaremos el paisaje de España, sino en esta forma de misterio, en la literatura de los clásicos. El barroco fabula: compone cuadros con todos los elementos mitológicos: claro dios el río, náyades le lloran; bordan primores bajo el agua; alcázares menudos de la ternura, subacuático mundo de cristal, musgos, cañas. La guerra no impidió a Guillermo Díaz-Plaja rendir en Barcelona, 1937, honras a Garcilaso: desde ese íntimo reducto inexpugnable, su torre de papel, esmalta la vida, anota la obra, del príncipe de la lírica española. Pues ya Garcilaso en la orilla irguió «verdes sauces»; trenzó Herrera «verdes cañas». Irreal Naturaleza, su creación reaparece -Miguel Hernández -a los tres siglos:
un pastor, un guerrero de relente,
eterno es bajo el Tajo; bajo el río
de bronce decidido y transparente.
Andar y ver.
España asume ahora el paisaje de sus viajeros. Habría que intentar un Viaje de viajes: la España descrita con noticias de lo mejor de sus viajeros: viaje años atrás propuesto por Sánchez Cantón; tanteado en obra de mocedad -Visiones contemporáneas de España, 1935 -por Guillermo Díaz-Plaja. Hagamos un alto. Con el Romanticismo triunfa el paisaje en el arte literario. Cuando tornemos a mirar, en el escenario de nuestra representación destaca una tierra fastuosa: Andalucía. El paisaje literario español del siglo XIX se llama Andalucía. Y, en seguida…
Esquema para un tríptico
Hay el texto clásico, donde el paisaje aparece indeliberadamente literario: albores que los gallos quiebran en el Poema del Cid; la descansada vida campera, poetizándose desde fray Luis de León; los mitos del río, barrocos, fabulados por Pedro Espinosa. Hay, sucediendo a ese paisaje involuntario, una literatura de viajes: el intencionadamente buscado, visto y descrito por los viajeros del siglo XVIII, que son como los clásicos de nuestro andar y ver: un paisaje sin emoción literaria: minucioso, ilustrativo, didáctico. Finalmente, hay el paisaje protagonista de un arte nuevo: principia en casi nuestros días y, potenciado por el periodismo, alcanza rango de género literario.
Me encantaría bosquejar los cuadros de ese tríptico: la pintura de un país que se llama España; en textos españoles -castellanos, catalanes, galaicos – apunto un Viaje de viajes; inmediatamente la España en colores, desde Andalucía al páramo; por último, el tono de nuestra actual sensibilidad ante el paisaje escrito.
Digo Viaje de viajes, y me sitúo en el siglo XVIII, junto al abate Ponz: España en colores, y paso de la Andalucía romántica, siglo XIX, a la Castilla en escombros de la generación del 98. Ya estoy en nuestros días: una joven literatura del paisaje se me va a revelar: ha nacido esa literatura de las «Notas» -Notas del vago estío, Notas de andar y ver -de Ortega, ha proliferado, espléndida, en promociones de posguerra.
Los viajes de España
Empresa memorable fueron muchos de aquellos viajes de España. Empresas de ilustración. Desde el Viaje del Parnaso, 1614, en que Cervantes presenta el panorama de la poesía de su tiempo, o el Viaje del Alma, con que Lope de Vega construye una representación moral, hasta los viajes, no literarios, pero tampoco simbólicos, del geógrafo, el botánico, el arqueólogo, del siglo XVIII. Viajes científicos que podrían ser personalizados en esta figura paradigmática: Antonio Ponz. Su Viaje de España principia en 1772, consume 18 volúmenes, en octavo, el último de los cuales, de estampación póstuma, trae la fecha de 1794.
En forma de cartas, la obra de Antonio Ponz discurre por los caminos de la patria y va registrando monumentos, retablos, parameras; habla de agricultura y de industrias; llora la tala de árboles y le irrita el estilo churrigueresco. Su expresión literaria es ruda; el paisaje sobrio, casi pobre, apenas abocetado, más atento a la utilidad que no a la belleza de la tierra, mirándola con ojos de campesino; de este modo:
«Entre Sevilla y Cádiz, pasado Dos Hermanas, sigue tierra erial y arenosa, abundante en palmitos, con un mal trozo de monte».
Mucho le influye el gran naturalista -no tanto el estilista -de su época, el conde de Buffon. Refiere por lo menudo las plantas y las piedras, pero ni una palabra, ni un solo ademán espiritual le suscitan las emociones del paisaje. El vocabulario de Ponz es copioso, variados los temas; el relato, rápido, no fatiga. Su Viage es texto de cabecera, es el clásico para visores de la actual hora de España.
En dos espejos.
Entre el paisaje buscado, andando y viendo Españas, de Antonio Ponz, y el paisaje asimismo buscado, pero literario, de José Ortega y Gasset, la Naturaleza se copia en estos dos espejos: Romanticismo, Generación del 98.
El siglo XIX es cifra de Andalucía: el color local, el «amargo jaramago», el accidente. Con la firma de sus genios viajeros – Hugo, Dumas, Gautier -, Francia nos pinta como una legendaria tierra de bandidos y caireles, en la que el sol cae tan encendido y grave que habríamos de encapsularlo en frascas de manzanilla y – gualda, rojo -en la sangre de las rosas.
Cuando surge el grupo literario del 98, al patio andaluz sucede la paramera pedregosa, al torerillo y el gitano, caballeros rendidos de unción. Por el camino de Bécquer, otro bético, Antonio Machado, lírico el más grande del siglo, se queda en Soria. Con su crítica pesimista y su desaliento, el 98 acude a Castilla y explana una interpretación estrictamente estética: a Castilla -dice -la ha hecho la literatura.
España en colores.
En el paisaje literario, el siglo XIX interpone un cristal. El espíritu de época propone que -la España escrita- sea vista a través de un cristal. Cada viajero elige el color que le parece propio, el vidrio adecuado a su temperamento: para el romántico, el paisaje es un estado de ánimo; en el paisaje, como en un espejo, se dobla el «yo» protagonista.
España se multiplica por los colores de la lente de sus viajeros; se tinta de rosa, o ensombrece, ahumada, trágica. La más pintoresca de esas variadas Españas literarias del siglo XIX es la España de pandereta.
Los paisajistas del 98.
En las postrimerías del siglo, con el grupo de escritores catalogado como generación del 98, nace un estilo de paisajes: enlaza con el pensamiento reformista de los viajeros de la Ilustración, en su vertiente crítica, y hereda la fórmula sensible del Romanticismo. La España «negra» es producto de esta escuela: desde la pintura de Regoyos -escritor circunstancial, precedente de Solana-, hasta la literatura, plástica, de dos grandes escritores -que en hora moza pintaron-, Baroja y Azorín. Desciende esta generación derechamente de Larra; ideológicamente, empalma con Ganivet, los dos suicidas con que se abre y se cierra el breve siglo XIX de la Literatura española.
Entre el Romanticismo puro, primitivo, y los últimos románticos que en su juventud son los paisajistas del 98, los viajeros y sus estilos de andar y ver se extienden por España: Pedro Antonio de Alarcón pinta las Alpujarras; atestigua Bécquer los paisajes de Veruela, aragonesa, Ganivet clasifica las aguas de Granada; compone muy donoso itinerario de novios la condesa de Pardo Bazán; Amos de Escalante vagabundea del Manzanares al Darro.
La generación del 98 ha tratado con insistencia el suelo castellano; más: el 98 ha descubierto -no el paisaje- la llanura, depurada emoción del paisaje. En su visión de Castilla, expande lo que ésta encierra de comarcana; exalta lo que refleja de estepa. Manuel Bartolomé Cossío exclama: «El paisaje es el cielo». Enorme salto sí, desde la generación del 98, entonces -no sólo entonces- influyente, pongo los ojos en un grupo de jóvenes profesores: Eugenio D’Ors, José Ortega y Gasset…
Entre paréntesis para pedagogos.
Revoluciona Ortega y Gasset la literatura de viajes, da el tono a las promociones que le siguen. Es ya rica esta literatura y enteramente representativa de la sensibilidad de nuestro tiempo. Tras la guerra española de 1936, hemos creído en estas dos formas literarias, poesía, novela, como géneros de fascinación: a un tiempo fascinantes y engañosos. Apenas se ha reparado en otra pareja, cuento, crónica, literariamente potenciada por el periodismo. No desmerece España, con su prosa periodística, en el concurso de los pueblos.
Entre la promoción de Ortega y Gasset y los escritores viajeros de posguerra se interpola un grupo de pedagogos: un haz de finos cronistas, con obra estimable; alguna, de honda huella en la historia del paisaje escrito. Digo el cronista Félix Urabayen; digo Luis Bello; digo Víctor de la Serna, el más sutil de nuestros últimos viajeros, el viajero enamorado.
Ciudades y jornadas.
Malogrado de la generación joven, Eugenio Nadal nació en 1917, murió en 1944; publicó un único libro Ciudades en España. Marcaba Eugenio Nadal nuestra propia devoción por una literatura de andar y ver Españas.
Otro barcelonés, nacido en 1918, afín a Nadal, escritor de muy limpio castellano ha asumido la tarea iniciada por aquel primer libro. Es Gaspar Gómez de la Serna, y en su personalidad concurren estos aspectos: el ensayista de la literatura de viajes, el propio fino autor de libros de España y el organizador de una caudal empresa generosa: Jornadas literarias. Año tras año, con la primavera, 50 escritores convocados por Gaspar Gómez de la Serna, parten a recorrer -la Mancha, alta Extremadura, la Rioja, el Maestrazgo, Murcia, Cádiz, Pirineo de Lérida, Canarias, Lugo, Ibiza…- una determinada tierra de la Patria. De esos viajes han nacido libros varios, escritos en colectividad; libros que ejercitan la unidad entre los escritores y dan sentido al paisaje como arte literario característico de este momento de las letras españolas.
Universalización del viaje escrito.
He ahí la empresa de Guillermo Díaz-Plaja. Quien, con este libro, es consecuente a una línea de publicación que fluye de los primeros años 30, cuando va en lengua vernácula – Cartes de navegar- dando un vistazo al mundo de los atlas y de los cruceros.
Diez años después, la guerra en medio, Guillermo Díaz-Plaja torna al camino encabezando en parlero castellano una Pequeña geografía lírica, 1944. El ritmo de edición de sus entregas de viaje se acelera a compás del progreso en la escala de las velocidades: Registro de horizontes, 1952; El viajero y su luz, 1956; Viatge a l’Atlàntida i retorn a Itaca, 1958. Años hay en que el paso caracolea, bien medido, escandido, y se le encienden sus impresiones de excepcional visor, en poemas, 1966, de La Soledad caminante. Como, en fin, los títulos se le precipitan y atropellan: África por la cintura, El maíz y el ébano, cuando apenas hemos abierto el año -¡Dios, qué año!- de 1967. Año, y para aquí bastaría, de este Con variado rumbo, la vista de cuyas pruebas de imprenta a desencamado en mí memorias tantas, nostálgico del camino…
En el confesionario
Guillermo Díaz-Plaja, ¿qué piensa del viaje escrito?. Cumplida teoría abre las páginas de El viajero y su luz, la que juntamente propone esta alianza: meditación intelectual más emoción lírica. En el libro que ahora salta a los escaparates, la expresión confesional de cuando en cuando corta el aire a las prosas del camino: «El profesor de literatura que uno lleva dentro…», dice, entre propósitos como éste: voluntad de entender, no el solo registro de sensaciones, interpretar…. Y le trasciende la significación al hombre, con los problemas todos de su tiempo; así el turismo, que para Guillermo Díaz-Plaja es una gran escuela de entendimiento; Universidad popular, la más viva y eficiente.
Cabal Guillermo Díaz-Plaja, en la evolución de su literatura de viajes. Ha principiado por la teoría, ha sublimado impresiones, las ha cristalizado en no perecedera especie lírica; sensible a las exigencias de su hora, ha extendido en páginas de periódico intimidades del andar y ver.
Con variado rumbo.
¿Cómo -voraz de mapas -se define?. De libros y de mapas, merodea, al entendimiento de unas formas de vida, la diversidad del mundo. Aquí, en este volumen que hoy sale con bandera de un San Jorge -catalán, extremeño -suyo y mío, en la fecha mayor- nuestra, vuestra- del 23 abril, día del libro, Guillermo Díaz-Plaja ha gustado de cerrar el círculo, ha fundido estas experiencias: la cultura y la raza; la Europa de los condottieri, de Italia, pero del Euromast de Rotterdam y el Consejo de Estrasburgo, con la naturaleza de unas Américas vistas en su noveno salto del Atlántico.
Anda, Con variado rumbo…, desde la ruta de Myo Cid a la invención de Brasilia. A la primera parte, gravitada por el peso de la historia, con rúbrica de Europa, le pone contrapunto una segunda mucho más extensa parte, prestidigitadora de las formas del futuro en sus itinerarios de América.
Sigue a la Ruta del Cid, liminar de los viajes de este libro, una Italia de ciudades visibles todavía: Italia menor, que se hace teatro en Spoleto, a la sombra de los tilos y el bastión de la rocca Albornoziana, mosaico en Rávena, bizantina, donde lo más vivo es sus muertos; pieza de Lope en Ferrara; réquiem en Verona; teoría de las plazas en la de Arezzo, donde al autor le tientan, trepadoras, gráciles lianas para un discurso del concepto europeo de ciudad. Entre la historia y la urgencia, nuestra última ciudad.
América es, en páginas de este libro, la personal y gradual experiencia de un largo curso profesando letras de España. Es… «volver a volver»: a los 30 años de su primera impresión de Nueva York, si mira el Norte; en noveno viaje, si a Hispanoamérica: México, Perú, Argentina, Paraguay; días de Brasil…
Donde Guillermo Díaz-Plaja acaba este viaje, todo él escrito bajo un signo de saudade; no digo la prosa: estricta, incluso dura. Pero el lector que haya sentido la emoción de las palabras justificativas del título, Con variado rumbo…, felizmente no podrá, lo advierta o lo ignore, eludir el aroma de esa delicadísima alusión del autor a sueños de su infancia, cuando la vida se le representaba a la manera de empresa en aquellas palabras de un diario del puerto: con variado rumbo…, mágicas palabras.
Pedro de Lorenzo, diario ABC, 23 de abril de 1967.