Miguel Pérez Ferrero
Guillermo Díaz-Plaja y sus ojos abiertos
(SOBRE SU NUEVO LIBRO: «LEO, LUEGO EXISTIMOS»)
«Leer es tomar posesión de una herencia secular, fabricada con el milagro vivo de la palabra, instrumento sencillo prodigioso del entendimiento, limitado como los colores del iris, o las notas del pentagrama, pero como ellos capaz de combinaciones infinitas. Palabra fuga, pero, aceptando el decir quevedesco de que «lo fugitivo permanece y dura».
Éstas palabras son de Guillermo Díaz-Plaja, y forman parte de la explicación del nuevo volumen de su ya vasta obra Leo, luego existimos, título que viene como anillo al dedo, lo mismo que su contenido, en esta época-festival de las letras.
Guillermo Díaz-Plaja, profesor, escritor, crítico y académico de la Española posee un acervo bibliográfico extenso y variopinto, lo cual quiere decir que sus curiosidades son diversas, ricos sus haberes, pródiga en matices su sensibilidad perceptiva, abundante en facetas su destreza expresiva. Ensayista agudo desde su primera juventud –¿quién no recordará El arte de quedarse sólo?– Poeta singular –ahí está su Poesía en treinta años– y en cuanto a la crítica, conocedor y glosador con observaciones, suscitaciones y conclusiones de primera mano, del pasado, el presente, así como clarividente intuidor del devenir.. Y, por añadidura, un viajero que ha acertado a contar sus experiencias descubriendo siempre nuevos aspectos, recónditos, pero muy importantes.
Y sucede que, sobre lo apuntado, Guillermo Díaz-Plaja es un escritor-periodista, y serlo significa claridad de visión y poder de síntesis. De otro modo, sin esas condiciones, un artículo en esas hojas que aparentemente viven sólo un día, pero que, no obstante, después quedan, no es válido. Por eso nos parece falsa la frase de que «nada hay tan muerto como el periódico publicado la víspera».
Para ser un articulista constante, no «de uvas a peras», es preciso estar dotado, además de una capacidad de trabajo manifiesta, de un sentido detector de lo que es actual, de un especial olfato para determinar cada vez que el ayer y el anteayer pueden convertirse en el hoy palpitante, y de un equilibrio mental para hallar la justa medida de cada escrito, el énfasis, o, por el contrario, la sencillez, que cada tema requiere.
Leer es existir, nada más cierto. Y ser leído –añadiremos por nuestra cuenta– lo es también, y por partida doble, porque no hay escritor sin lector, porque no hay periodista-escritor sin doble mirada, una sobre la letra impresa, más o menos volandera, otra sobre el suceso o sobre el personaje que salta de improviso a lo que el recién fallecido Pierre Lazareff llamó «Cinco columnas a la una»; a la primera página, se entiende.
Leo, luego existimos es un libro eminentemente periodístico, compuesto con artículos de periódico, y principalmente para un periódico, La Vanguardia –esta Vanguardia de Barcelona– por lo cual, y con toda justicia, el autor lo dedica a su director.
Las hojas del libro en cuestión no están destinadas ciertamente a que el viento se las lleve, y no por haber sido reunidas en un volumen, sino por su contenido, o, mejor dicho, por sus múltiples, breves, pero trascendentes contenidos: por la propia entidad de sus temas. Quiere, y lo declara paladinamente Guillermo Díaz-Plaja, servir con esos trabajos a la inteligencia: suscitar problemas reales y sugerir sus desembocaduras; distinguir condiciones y actitudes; desvelar el trasfondo de países; resaltar la vigencia de hechos, culturas y personas… ¡Qué mayor y más cabal servicio!, exclamamos nosotros. Al buen entendedor, con pocas palabras basta. Entender y hacer entender en corto espacio aquello que podría dar motivo a un largo ensayo –en lo que también es ducho Díaz-Plaja– , o en un tomo muy nutrido de páginas.
Es fascinante para el lector el desfile que este, no le llamaremos ramillete, sino multicolor ramo de artículos, le brinda. ¿Qué, o quiénes, son profesores qué o quiénes son maestros? Unos y otros son partícipes de la lucha que se desarrolla en las trincheras del espíritu, y le tomamos de prestado esta feliz imagen. Y nos viene a decir que la enseñanza es un modo de amor. Recordemos que Ramón Pérez de Ayala distinguía de esta manera: profesor es el que enseña una materia; maestro es el que forma.
Hay mucho en Leo, luego existimos de la hermosa y querida Cataluña –como el inolvidable doctor Marañón, personaje de uno de los trabajos, nosotros aprendimos a amarla– y mucho de la universalidad de sus hombres cimeros. Pero tampoco faltan las miradas hacia más allá de sus límites políticos y geográficos, más allá todavía de su dilatada y vigente influencia cultural proyectada hasta ámbitos lejanos.
La historia y el presente –habremos de insistir en ello– se funden en este ramo de artículos que tienen una unidad: la defensa de la cultura; la defensa de la letra impresa, sobre todo, que es la que da mayor perennidad en el conjunto de los medios de comunicación, ahora tan diferentes y en progreso constante. Sin embargo, Guillermo Díaz-Plaja no ignora otros de singular importancia en la civilización a la que nos ha tocado asistir, como el teatro y el cinematógrafo.
Si: nos hallamos ante un libro de crónicas. Y no olvidemos que, desde tiempos ya remotos, o que nos lo parecen, con las crónicas se ha ido forjando la historia, sólo que las crónicas, en el instante en que amanecen, poseen la fuerza de lo que está viviendo, aún cuando en ellas se abrigue la evocación a menudo.
Y ese es el difícil arte del cronista, del articulista, cuando éste es de buena cepa, de excelente, de espléndida cepa, como el que nos ocupa.
Y aún nos queda un poco más que decir: sin amenidad no hay cronista. El lector de artículos rechaza los textos difíciles, pide la información sucinta y apretada; exige el tan sabido precepto de instruirse o enterarse deleitantemente.
Visiones de Durero, de Llull, de Valery, de Marañón, el general Prim, José María de Sagarra, Falla, Picasso, etc. adquieren en este libro particular relieve. Pero también están los temas de los países y de las regiones, con sus valores pasados, actuales y sus perspectivas de futuro.
Al comienzo de nuestro comentario hemos citado, adrede, ese título de El arte de quedarse sólo, de Guillermo Díaz-Plaja, libro de juventud, de primera juventud, repetimos. Y a este, de no pocos años después, le llamaríamos nosotros: El arte de saber hacerse acompañar por innumerables lectores.
Miguel Pérez Ferrero, La Vanguardia, 11 de mayo de 1972.