Melchor Fernández Almagro

Ensayos de Guillermo Díaz-Plaja


Dado el gran número de ensayos que Guillermo Díaz-Plaja, su autor, ha tenido que repasar para, elegir los más significativos, por razón del tema o del desarrollo expositivo, de su obra total, ha necesitado sumo esfuerzo hasta el logro de este volumen de muy diverso contenido, pues las muchas y variadas partes que lo integran, no exentas de cierta unidad en el concepto y en la actitud del crítico y glosador, siempre inquieto y de extremada permeabilidad intelectual. Los ensayos de Guillermo Díaz-Plaja, que ahora aparecen reunidos en un tomo lanzado por la Revista de Occidente, son veintitrés, pero distribuidos en seis grupos en virtud de una íntima afinidad.

Esos seis grupos en que se distribuyen los Ensayos elegidos de Guillermo Díaz-Plaja son los siguientes: «Capítulos para una preceptiva», «Mitos en tiempo y espacio», «Barroco y Romanticismo», «Notas de varia estética», «Tres figuras contemporáneas» y «Bachiller en panoramas». Bien se advierte, a través del anterior índice, la sostenida preferencia del autor por los temas genuinamente literarios, matizados inequívocamente por una doble idea, bien conjugada de la historia de la cultura, en múltiple irradiación, y de la literatura comparada. Este miradero, de largo balconaje, permite dominar perspectivas que a muchos otros comentaristas, en tesis general, de las letras en sus diferentes géneros creativos, suelen pasar inadvertidas, por atenerse quizá unilateralmente a la línea clásica de géneros, obras y autores, en el conjunto más o menos sistemático que ofrecen los tratados..En puridad, Guillermo Díaz-Plaja es un ensayista más que un tratadista, con las ventajas y los inconvenientes que cualifican el ensayo, escape, a veces, demasiado personal y rápido, del autor aventurado en empresa semejante.

Efectivamente, el ensayista disfruta de más libertad que el tratadista, y así sus trabajos brindan constante ocasión para fijar posiciones de un cierto riesgo intelectual: el ensayista opina más que dogmatiza. Y el tratadista, al exponer su criterio con cierto rigor, no halla tanto margen como aquél para dar rienda suelta a su juicio propio, y cuanto diga sugiere la idea de que pone el paño al púlpito. Guillermo Díaz-Plaja es catedrático, y no lo olvida, claro es, pero mientras escribe sus ensayos presumimos que experimenta la impresión, de disfrutar en cierto modo de gozosas vacaciones. La responsabilidad del profesor es muy distinta a la del que ensaya sus personales ideas, entre otras razones, porque éste se dirige a público vastísimo, no siempre iniciado en el estudio, y se desprende de la severa disciplina a que le obliga el aula, dada la Ineludible relación de maestro y discípulo.

Nada de lo anterior implica valoración privilegiada a favor del tratado o del ensayo, sino, pura y simplemente matización o diferenciación de ambas actividades. Las dos se dan en Guillermo Díaz-Plaja, pero no en vano se titulan «Ensayo» estas disertaciones que directa e inmediatamente responden a un criterio que no renuncia a ser subjetivo, llegado el momento de moverse con la mayor soltura posible. El ensayista, por lo pronto, es más comprensivo que el tratadista, y Guillermo Díaz-Plaja procura contemplarlo todo con ojos predispuestos a la visión literalmente benévola. Quiere, desea, ama las cosas o los temas, en un primer paso hacia su más fácil y cordial comprensión. “Azorín”, en unas palabras que titula «Brindis», y que cumplen función de prólogo, de «Ensayos elegidos», evoca a Mayans, en su copiosa bibliografía: mucho más lo es —-escribe— la de Guillermo Díaz-Plaja. «Y allende de esto, más amena, más apacible, más deleitable. Díaz-Plaja abarca todos los estros literarios: en su continuo avizorar, lo avizora todo. Y siempre, con un gesto de cordialidad y de comprensión, nos ofrece sus Definida queda así la posición del autor respecto al panorama a que nos asoma. En «Capítulos para una preceptiva», sistematiza Díaz-Plaja hasta el punto que le permite el ensayismo, la consideración específlca de los géneros literarios, y aunque en esa visión, gradualmente parcelada, no se concede, categóricamente, primacía de ninguna especie, la poesía viene a resultar más favorecida que los otros géneros, en los ensayos restantes, y cuando no proyecta Díaz-Plaja su mirada, concretamente, sobre el fenómeno poético, no es difícil percibir algo a modo de impregnación lírica en sus interpretaciones de la novela, del teatro o de la prosa en general, y nada digamos del último apartado, «Bachiller en panoramas», en que la propia literatura de viajes se satura de aliento poético, perfectamente explicable porque el fondo de impresiones y recuerdos es nada menos que el Mediterráneo,poesía reverberante en la rizada superficie de olas y espumas. Guillermo Díaz-Plaja compone páginas que acaso sean las más cuidadas, respecto a estilo, de cuantas se le deben a su pluma de escritor. Nos referimos, especialmente, a «El secreto de las islas» y a «Los cuatro enemigos» —la niebla, el espejismo, el nirvana y lo fantástico—, en la última parte, ya nombrada: «Bachiller en panoramas». Y nos lleva de la mano—prescindiendo del orden de la composición del volumen— otro de los ensayos que ganan nuestra predilección: «Estética del poema en prosa».

Nos interesa el ensayo «Estética del poema en prosa», primero, porque no conocemos otro estudio que aborde el tema, lo que ya es mérito en un glosador o intérprete de los géneros y especies literarias, y, conviene repetirlo, el poema en prosa, de escaso abolengo en nuestras letras, ha adquirido un valioso despliegue en la literatura española contemporánea. Sería esta la ocasión en que Díaz-Plaja hubiese estudiado con adecuada extensión el poema en prosa, o sus equivalencias, en Valle-Inclán, en Juan Ramón, en Azorín, en Baroja, en Gabriel Miró, en Eugenio D’Ors… Pero ha atendido primordialmente a la teoría de esa difícil y seductora modalidad expresiva, y esto ya es bastante para iniciar al lector en el amoroso conocimiento del poema en prosa entre nosotros e incluso para volver la vista hacia ejemplos, imprevistos para algunos lectores, tomados de Ortega y aun de Unamuno, pese a su real o atribuida aspereza. Además, es este el ensayo en que Guillermo Díaz-Plaja ha puesto un más acentuado análisis técnico: vocablo, frase, elementos aislados por la sagacidad del autor, que, en otro sentido, se enfrenta con un problema difícil: la delimitación de la poesía y de la prosa en la zona intermedia del género.

En «Mitos en tiempo y espacio», descuella el ensayo sobre don Juan, «mito barroco» dice el autor, bajo la influencia de ese término, en excesiva boga a nuestroparecer, mucho más aplicable a las artes plásticas que a las literarias. Observación que requeriría por nuestra parte mayor minuciosidad, si disfrutásemos de espació suficiente, pero en la que insistiríamos si disertásemos por cuenta propia acerca de uno de los temas más sugestivos del volumen: «Barroco y Romanticismo». Debemos a Europa, a Italia en primer lugar, el auge de ese término con el que tanto se quiere definir la talla policromada de los grandes imagineros como «el caso Góngora». En cualquier supuesto, merecen detenida lectura dos apéndices al ensayo que ligeramente rozamos: «El barroco español y Europa», y «América y el barroco». Con los ensayos de esta naturaleza irrumpe Díaz-Plaja en el fronterizo sector: «Lo plástico y lo auditivo», en que toca puntos muy vivos de las artes en insospechables relaciones históricas. En «El reverso de la belleza», aborda Díaz-Plaja una palpitante cuestión estética de lo feo.

Son interesantes los ensayos que en tríptico dispositivo tratan de Valle-Inclán, Baroja y Azorín; de tres americanos: el supervalorado José Martí, López Velarde y Mallea, tal vez este último el más certero de los tres estudios; y de Eugenio D’Ors, Juan Ramón Jiménez y García Lorca, sin que estas semblanzas críticas descubran —sería difícil empeño— el nexo que justifique su agrupación.

Leyendo o releyendo los «Ensayos elegidos», de Guillermo Díaz-Plaja, nos sentimos inducidos a repasar conceptos y juicios que la historia literaria renovará de continuo con poderoso aliciente.

M. Fernández Almagro, La Vanguardia, 13 de mayo de 1965.

PROBLEMAS DE LA CRÍTICA

«La crítica literaria en España ha fallecido», empieza por decir Guillermo Díaz-Plaja, en la colección de ensayos que acaba de publicar, bajo el título del primero de aquellos Defensa de la crítica. Y nuestra reacción es punto menos que automática, ante declaración tan categórica.

No, no creemos que la crítica literaria haya muerto en España, y si se encuentra enferma en tal estado de gravedad que haga temer un funesto desenlace, reconozcamos que ese peligroso trance no es privativo de nuestra crítica. Trátase, en todo caso, de un fenómeno universal, motivado por un complejo de causas cuyo examen nos llevaría muy lejos. Basta observar que el mundo todo atraviesa un tiempo de tales preocupaciones y problemas acuciantes, que la Literatura ha acentuado considerablemente su natural función de solaz, en cuanto el goce de la lectura facilita la evasión del angustioso cerco de que el hombre actual es víctima. Más que nunca, la Literatura es, en efecto, evasión liberadora, compensación, desquite, contrapeso, «alivio de caminantes» a lo largo de la penosa carrera que suele ser la vida. La crítica es por definición, un agua-fiestas. Quien analiza todo aquello que le distrae, deja «ipso facto» de divertirse. La Literatura es una necesidad, y la crítica viene a ser un costoso lujo de la inteligencia.

Como quiera que sea, hállese la crítica – precisamente la española – en estado agónico o no, el crítico, aunque sea por extensión, no deja de existir, y rendiría mayor utilidad en el cumplimiento de su función, si el autor le ayudara, sacrificando su vanidad al buen deseo de ser aleccionado, y si el lector, por su parte, tuviese interés en dejarse influir o aconsejar. Pero ni siquiera cuando los críticos se llamaban Juan Valera o Leopoldo Alas, estaba dispuesto el lector a rectificar su propio juicio. Los autores entonces elogiados o censurados continuarán disfrutando o padeciendo la misma valoración social. Echegaray, por ejemplo, tuvo enfrente a críticos muy prestigiosos, y su teatro no ha sufrido otra merma que la fatalmente producida por el transcurso del tiempo.

He aquí el único crítico certero e inapelable: el tiempo. Severo, despiadado, objetivo, igualitario. Con lo que queremos dar a entender que el crítico ha de poseer un sentido histórico de la mayor agudeza posible. La mayoría de los críticos son víctimas de la actualidad. Hay que mirar hacia atrás y hacia adelante para que el autor de hoy quede situado, si quien esto escribe intenta certificar su propia doctrina, el primer punto de vista que estableciera sería el relativo a ese criterio informado por la Historia sin el cual no cabe orden ni jerarquía. En el sugeridor ensayo de Guillermo Díaz-Plaja se reconoce la misión que corresponde al conocimiento erudito en el conjunto de las cualidades propias del saber crítico, y dice con plena razón: «Quien no sea capaz de jerarquizar los datos objetivos de la investigación, reteniendo los significativos, eliminando los secundarios, para proceder más tarde a un saber específico que consiste en la ordenación de unos materiales de edificación con los que sólo es capaz de crear obra personal de arquitecto, ése, digo, no alcanzará nunca a ser llamado crítico». Pues, bien; uno de los principios que han de ser aplicados a esa tarea constructiva es el sentido histórico por el cual no se le reconoce otro valor que el ocasional o relativo al gusto vigente en un momento determinado. Hay que saber discriminar entre la moda que pasa y el canon que permanece, por mucho que le afecten, claro es, las saludables y legítimas innovaciones que cada día trae consigo. Contra fáciles impresionabilidades, nos previene la crítica – palabras de Guillermo Díaz-Plaja – «como actitud filosófica», como no prescindamos de la actitud historicista. Los dos críticos más eminentes de nuestra Literatura clásica, y aún de la moderna, siempre de extraordinario rigor técnico, son historiadores por modo típico: Marcelino Menéndez Pelayo y don Ramón Menéndez Pidal.

El factor histórico a que nos estamos refiriendo contribuir a explicar uno de los problemas de «desviación de perspectivas» que Guillermo Díaz-Plaja examina en Defensa de la crítica: la generación del 98 viene interesando más que el modernismo – «la cenicienta de este período» – porque, aparte otras razones, operó sobre temas fundamentales, y no cedió a modos estéticos de ver y sentir la vida en tanto grado como los poetas modernistas. La observación es cierta con tal de no ser extremada. Pese a los figurines lanzados hacia fines de siglo, los modelos continúan cotizándose. Por eso es necesario que ambos grupos se les reconozcan una análoga función en el ámbito de nuestras letras y artes contemporáneas.

Defensa de la crítica es expresión que no nos parece acorde con el acta de defunción que extiende el autor en la primera línea de su ensayo, según ante registramos. De todas suertes, aun dando a la crítica por fallecida, hay que defenderla contra los que la quisieran rematar. Como todas las creaciones del espíritu, la crítica revive, si es que muere. Y en esta misma colección de ensayos, donde Guillermo Díaz-Plaja toca temas diversos de Lingüística e Historia literaria, se acredita la existencia de un crítico, a veces demasiado impresionable en el juicio, pero siempre vigilante y docto, poseído de noble fervor intelectual.

M. Fernández Almagro, La Vanguardia, 27 de octubre de 1954.

Viaje simbólico de Guillermo Díaz-Plaja

“Leyendo la segunda versión de La Odisea, de Carles Riba, subrayé los versos en que Homero declaró que, cuando Ulises regresó a Itaca, la propia Minerva quiso mostrarle su patria. Es decir, al volver, después de un periplo, a la tierra nativa, traemos en los ojos claridades que nos permiten verla con mayor exactitud, en su hermosura y en sus limitaciones. Es posible que también nuestra visión sea errónea, pero nuestro deber es aportarla como un enriquecimiento de las perspectivas habituales”.

He ahí una declaración de Guillermo Díaz-Plaja a un redactor de Destino, que nos ayuda a entender su reciente libro Viatge a l’Atlántida i retorn a Itaca si nos fuese menester completar o reforzar a tal efecto el breve y ceñido prólogo del autor a su obra, y si no bastarse en principio, para orientarnos, el subtítulo: «Una interpretació de la cultura catalana”. Todo abona al autor para enfrentarse con ese tema nada fácil, y penetrar en él airosamente. Conocedor de la literatura y de la lengua vernáculas, en contacto directo con las realidades sociales e intelectuales que le son anexas; conocedor también de España en sus matices regionales y en la unidad de sus creaciones históricas, viajero ávido de respirar otros ambientes de Europa y de América, Guillermo Díaz-Plaja posee las piedras de toque necesarias para contrastar los valores de la cultura catalana, tanto más autorizado cuanto que inclinaciones muy acusadas en su formación universitaria le han llevado a un amoroso conocimiento de las humanidades clásicas, factor decisivo para la mejor comprensión de la tierra y el hombre catalanes, con sus específicas aportaciones a la historia general.

La mayor parte de la obra de Guillermo Díaz-Plaja está redactada en castellano, pero al abordar el tema antes enunciado, en el más reciente de sus libros, recuerda los que redactó en catalán, de variado asunto., entre los cuales recordamos como el de mayor interés monográfico el dedicado al vanguardismo en Cataluña – más diversas notas críticas – y los ensayos de asunto nada eventual: «L’evolució del teatre» y «De Literatura Catalana». Y conste que no calificamos de «eventual» el tema del vanguardismo catalán en sentido peyorativo, ni mucho menos, puesto que ofreció novedades muy dignas de ser tenidas en cuenta. Decimos eventual por las circunstancias de aquella posguerra que respondía a hechos extraños al orden puramente literario. El vanguardismo tuvo mucho de salto en el vacío, sugestivo e interesante por la audacia juvenil del ímpetu, pero sin pasado ni porvenir que obligasen.

Éste «Viatge» ensayístico de Guillermo Díaz-Plaja consta de tres partes. La primera, «Teoria dels Monstres», pudiera ser publicada por separado, pues aunque sirve de introducción a las otras dos, sólo lo es en cierto modo, ya que desarrolla tan curioso tema con independencia de las interpretaciones y revisiones histórico-críticas que vienen después y constituyen el cuerpo de la obra. El ensayo que las antecede podría quizá ser calificado de «d’orsiano», por el tipo de saber humanístico, veteado de humor, que lo informa. Característica, a nuestro juicio, que también se acusa en los dos ensayos siguientes, de análogo equilibrio clásico y facilidad de juego mental. Peligrosa facilidad es la que acecha a muchos escritores e influyente caudalosa vena, porque siendo virtud se puede convertir en defecto al impedir profundizar todo lo que el tema requiera.

Guillermo Díaz-Plaja ha ido a la Atlántida y ha vuelto a Ítaca, en viaje simbólico, por lo que hace al desplazamiento físico, pero real, en cuanto a inquietudes personales y asimiladas lecturas. Por autónomos que sean los giros de la teoría acerca de los monstruos que el autor formula, no deja de proyectarse sobre el criterio a que se ajustan el segundo y el tercero de los tres ensayos. Hay que conocer al «monstruo» para darse cuenta de las reacciones que provoca, en correlativo sentido alegórico. Porque el monstruo es, en efecto, una alegoría por encima de las concretas realidades que determinan la creación artística, en la literatura como en la plástica del escultor y del pintor; probablemente, también en la música, sin que nos parezca caprichoso el que se llame «monstruo» a la letra provisional de los cantantes, a los efectos que nadie ignora. Esos «monstruos» zarzueleros le divertían mucho a García Lorca: «les falta poco para ser poesía pura», le oímos cierta vez. Los monstruos, en definitiva, nacen de una absurda pero útil invención a la medida y al ritmo de tan disparatados versos se somete el autor del libreto, para componer la letra, en ocasiones tan desatinada o más que el convencional modelo.

Monstruo, absurda invención. El terrible y fascinante monstruo ha sido inventado: ¿cuándo, dónde, por quién?. Guillermo Díaz-Plaja nos hace seguir las sucesivas fases históricas del monstruo que suscita batallas de toda índole, que vence o es vencido. Mundo el suyo que vive de la contradicción: sombra y luz, caos y ordenada creación. Mitos contra mitos. La antigüedad clásica por excelencia ya conoció el monstruo, y uno de los pasajes más agudos del libro es el que Díaz-Plaja le dedica al teatro de Esquilo, no sin hacernos recordar antes el «risum teneatis amici?», de Horacio.

La ironía es suma defensa de la inteligencia y gusta de hacerse expresión del buen sentido, con lo que la intención desorbitada del monstruo resulta atenuada. También los «sueños de la razón» necesitan canon, norma, disciplina. «Sueños de la razón», vino a decir Goya siglos después. Sueño, pesadilla: no ensueño, que es gozosa evasión. Por lo que sugiere Guillermo Díaz-Plaja, y por lo que expresa y directamente dice, llegamos a comprender muy bien una de sus afirmaciones capitales: «La Edad Media es el paraíso de los monstruos. Nos hablan en miniaturas de códice, en gárgolas y tallas corales que parecen prejuzgar el sentido moderno de lo grotesco. Y si el Renacimiento, lógicamente les es adverso, ¿no les fue propicio el Romanticismo por esas mismas razones vueltas del revés…?

Como buen arte de ensayista, es decir, con la puerta abierta al diálogo con el lector, Guillermo Díaz-Plaja nos hace recorrer los itinerarios propuestos a lo largo de tierras y mares nominativamente localizadas: País Vasco, Castilla, Galicia, Portugal, Madera, Tenerife, África tangencial, Andalucía, también rápidamente tocada: son las etapas reflejadas en el «Cuaderno de Bitácora» que el autor lleva consigo para realizar su expedición mítico-literaria a la Atlántida, con Verdaguer, en la efigie de sus versos, por delante. Esta es la segunda parte del libro que comentamos y que ofrece, entre las rápidas meditaciones que le dan contenido, interesante referencia a una conversación con Carles Riba en Segovia, donde se celebraba un congreso de poesía. Ya de retorno, sedimentada si las emociones del periplo, Díaz-Plaja diserta sobre la función histórica cumplida por Castilla, sobre las diversas realidades brindadas por el mundo hispánico; vuelve, en capítulo titulado «La voluptat dels limits» sobre la actitud inhibitoria de Cataluña, como fenómeno cultural que así pudiera caracterizarla, y que le da ocasión para concretas y sutiles observaciones con las que guarda íntima relación el capítulo donde reaparecen, en justificado ritornello, los monstruos consabidos, ahora decapitados. El lector piensa que en el país de Raimundo Lulio – precisamente el autor del «Llibre de les bèsties»- tierra abierta al mar genuino de la civilización clásica, los monstruos no tienen mucho que hacer. Y el lector asimismo encuentra muchos estímulos para explicarse por sí mismo, con una orgánica orientación, la poesía catalana de nuestros días, en paralelismo con la prosa, aunque sea poética también, y hasta con la pintura. Por lo que desfilan, ante el lector, con Maragall a la cabeza, Eugenio D’Ors, Guerau de Liost, José Carner, López-Picó, José Maria de Sagarra, Carles Riba, Fages de Climent, Salvador Dalí y Foix en nueva valoración crítica.

M. Fernández Almagro, La Vanguardia, 8 de agosto de 1962.

Ante el centenario de Valle-Inclán

“ A la vista del centenario de Valle-Inclán, que se cumple el 28 de octubre del año en curso, se ha iniciado ya el tributo bibliográfico que, de seguro, le será rendido, al modo que hubo de manifestarse en el caso análogo de Unamuno hace dos años. Feliz coyuntura esta de tales conmemoraciones que sirven de estímulo a estudios que, normalmente, no se prodigan en esta tierra nuestra, fecunda en historiadores y críticos de mucha nota, pero un tanto remisos a tratar de lo contemporáneo, deficiencia que va siendo corregida en el grado que es notorio, pues nunca se han cultivado tanto como ahora, monográficamente, los temas de esa índole.

Sirva de ejemplo a tal respecto, sin volver sobre la copiosa bibliografía unamuniana, enriquecida en 1964, ésta que habrá de encabezar un reciente libro de Guillermo Díaz-Plaja, Las estéticas de Valle-Inclán, y hablamos de una obra que irá en cabeza porque, indudablemente, según noticias y vislumbres, la seguirán, a lo largo de 1966, obras distintas en torno a Valle-lnclán, referentes a su vida —en gran parte, fabulada por él mismo—, a su espléndida literatura o a ambos aspectos a la par, lo que acaso sea más frecuente, ya que vida y obra se funden en unidad de acorde, dada la arquetípica compenetración del autor con cualquiera de sus composiciones en verso o en prosa: novela, poesía, teatro, ensayo, todo personalísimo y concentrado en los geniales «esperpentos», modelo de creación, en directa correspondencia con una visión integradora de la realidad más extremada y la fantasía de más alto vuelo.

Pero no hablemos demasiado por nuestra cuenta de Valle-Inclán, aunque nos tiente el tema, porque la inducción del presente artículo viene del libro de Guillermo Díaz-Plaja que acabamos de citar. En atención al dinamismo de su autor, era de esperar que no tardase en sus eruditas y coordinadas glosas a la ingente obra de don Ramón, que tira, en la memoria de todo aficionado a las letras, de un famoso verso de Rubén Darío: «Este gran don Ramón de las barbas de chivo…» No eran así las suyas, sino más bien de faquir, de señor feudal, de ermitaño y de guerrillero. De estas apariencias, bien acreditadas en los matices diversos de su obra creativa, surge el estilo del extraordinario estilizador. Pecaría de simplista quien hablase, aisladamente, de una determinada estética de don Ramón Guillermo Díaz-Plaja acusa su primer acierto en el enunciado del tema: Las estéticas de Valle-Inclán y para abordar ese tema le autoriza específicamente uno de sus libros anteriores: Modernismo frente a noventa y ocho. Porque don Ramón perteneció a esos dos grupos generacionales, y con esa conjunción o quizá mejor integración en un mismo carácter, habrá de contar quien quiera entender al autor de las Sonatas y Luces de Bohemia. Así procede Guillermo Díaz-Plaja, diferenciando, más que contraponiendo.

El autor de Las estéticas de Valle-Inclán recalca esa distinción fundamental y valora una feliz expresión de Pedro Salinas, en su magistral colección de ensayos Literatura española. Siglo XX. Aludimos a esta frase: «Valle-Inclán, hijo pródigo del noventa y ocho…» Pero este entrecomillado necesita, como hace Díaz-Plaja, de la cita entera: «Se puede definir históricamente como un desesperado modo literario de sentir lo español del presente, so capa de retrospección… Por el «esperpento» ingresa Valle-Inclán en el 98, en España, en la mejor tradición, en el santo ruedo ibérico. Desengañado de martelos con las princesas de similor, vuelve, hijo pródigo del 98, al solar paterno, a su patria, a sus angustias, a la gran tragedia de España.» Cabe objetar, al margen de esta visión de Valle-Inclán, que tales «princesas de similor» —las de Cuento de abril, quizá no pesaron nunca demasiado en el mundo de Valle-Inclán, más atento de lo que parece a realidades profundas en las primeras fases de su producción: en Flor de santidad y Comedias bárbaras, sobre todo.

Guillermo Díaz-Plaja da un valor representativo del conjunto valleinclanesco a las Divinas palabras que titulan su más importante obra escénica, pero que implican un certero calificativo de su estilo en general. Nos sentimos atraídos por ese aspecto del complejo tema Las estéticas de Valle-Inclán, porque de él irradian consideraciones afines en el bien organizado libro que comentamos. La médula de la preocupación a que responde esta obra no se hace visible sólo en el primer capítulo de su segunda parte, «Las doctrinas estéticas», sino antes y después: cuando Díaz-Plaja estudia, a título de introducción biográfica, a «Valle-Inclán en su circunstancia», como cuando desarrolla otros puntos de vista de la obra total: «los personajes» o «criaturas» y los que el autor llama «fieles contrastes» de Valle-Inclán, a saber: Rubén Darío, Unamuno y Pío Baraja.

En la primera parte, en que se inserta el jugoso apunte biográfico, nos interesa mucho el apartado: «Los conceptos lingüísticos», que acaso debiera sustantivarse, no por su extensión, sino por obedecer a un criterio que no es meramente «circunstancia», puesto que se refiere, definiendo la expresión de Valle-Inclán, «al latín retórico y misterioso», al castellano, «lengua de señores», y a «las expresiones cantonales», preferentemente el gallego. Esta confluencia de tres caudales o infiltraciones idiomáticas no han sido estudiadas, nos parece, tanto como ahora, en función del estilo de Valle-Inclán en general y aun de su obra. De igual suerte pensamos en la novedad que entraña, siquiera no sea en la totalidad de sus apreciaciones, la conjugada visión de nuestra España: la mítica, la irónica y la «degradadora» Por cierto que este último calificativo no nos parece tan afortunado como los dos anteriores, porque da lugar a cierto despiste. La degradación de pueblo en plebe no es fenómeno tan cierto, o al menos tan frecuente, como cabría inducir, aunque el «esperpentismo» dé motivo a creerlo. Pero el propio Valle-Inclán, creyéndolo o no, nos proporciona textos en favor de un pueblo auténtico y normal, y hasta de un señorío bien conservado, pese a la interposición de su estilo peyorativo, como lo era el de Goya, en determinadas ocasiones. Pero ni Goya ni Valle-Inclán —pensemos también en Quevedo— pretendieron nunca agotar con una interpretación unilateral el mundo circundante.

Una de las claves críticas de Las estéticas de Valle-Inclán creemos descubrir en el apartado «La rebelión de las masas», de la tercera parte, «Valle-Inclán y sus personajes». Trátase de breves consideraciones,; pero de ajustada expresión. «Según un cierto sesgo —observa Guillermo Díaz-Plaja—, la evolución de la estética de Valle-Inclán podría significarse como un desplazamiento de lo individual-temporal a lo colectivo-espacial». Nos interesan las precisiones acerca de la relación de Bradomín con el tiempo, su «devenir», y también una distinción entre la estética que pudiera ser llamada «de presencia» y la condición teatral de los personajes creados por Valle-Inclán. «Estética de enumeración o presencia», escribe Guillermo Díaz-Plaja, aludiendo a la que caracterizará el gran ciclo novelístico filial —Tirano Banderas, El ruedo ibérico — y registrando «el ascenso al primer plano de la acción, del personaje múltiple»: observación de técnica literaria que se corresponde fielmente con un hecho inequívocamente social. Aunque pugne con otras exteriorizaciones del concepto valleinclanesco del mundo y de la vida, Díaz-Plaja invoca «su altivo esteticismo aristocrático para contrastarlo con ese avance, al primer término, de la masa gregaria, colocada en el segundo término borroso de sus obras anteriores». Importa recoger, por coetaneidad, la publicación de uno de los libros fundamentales de Ortega: La rebelión de las masas.

Es muy amplio, como tratamos de hacer ver, en sumaria ojeada, el ámbito del reciente libro de Guillermo Dlaz-Plaja, muy poblado de sugestiones temáticas, y no sólo a propósito de Valle-Inclán.

M. Fernández Almagro, La Vanguardia, 3 de febrero de 1966

Un “Juan Ramón” de Guillermo Díaz-Plaja

Uno de los más acusados motivos de la poderosa sugestión que ejercía Juan Ramón Jiménez, tratado y leído, estribaba en la íntima, indisoluble, esencial relación de hombre y obra, de vida cotidiana y creación estética. El conocimiento del hombre ayudaba extraordinariamente al conocimiento del poeta, con todas las ventajas y todos los inconvenientes de esta clase de confrontaciones, si bien nunca quedara rebajado de talla ni el poeta ni el hombre. Engrandeciérase, o no, uno u otro, en ese cotejo, difícilmente resultaba disminuido el Juan Ramón Jiménez que forzosamente había que admirar en su conjunto, en su profunda unidad irreductible. Pero, era lógico que se le comprendiese y perdonara en sus innegables rarezas y caprichos, siéndole aplicado, en su favor, el criterio que merecen los hombres realmente extraordinarios. Esto es, fuera de lo corriente y normal; o, si se quiere decir de otra manera, extravagante, adjetivo susceptible, por su propia formación léxica de un sentido que no sea peyorativo. Juan Ramón Jiménez puede ser calificado de extravagante, nada menos que de extravagante, porque se movía fuera de lo vulgar, de lo ordinario, y este último vocablo sí que arrastra consigo una acepción depresiva; el Diccionario de la Real Academia Española lo registra: «basto, bajo, vulgar y de poca estimación».

Juan Ramón Jiménez era evidentemente, en su vida y en su obra, extraordinario y extravagante. De ahí su interés, y si para puntualizarlo, desde el doble punto de vista a que acabamos de aludir, es indispensable un requisito ya de imposible cumplimiento —haberlo tratado personalmente—, quedan multitud de referencias autobiográficas y reflejos de su modo de ser, que permiten llevar a cabo un estudio tan atrayente y eficaz como el logrado por Guillermo Díaz-Plaja. Se titula Juan Ramón Jiménez en su poesía, ya que no puede titularse Juan Ramón Jiménez en su vida y en su obra, por faltarle al autor la experiencia del trato amistoso que tanta luz vertía sobre el excepcional poeta de Eternidades, Sonetos Espirituales , Platero y yo…

A los testimonios poéticos y literarios del propio Juan Ramón Jiménez se atiene —y ya es bastante— Guillermo Díaz-Plaja. Juan Ramón Jiménez está en sus versos, con presencia lírica de mayor relieve y movimiento, que otros poetas. Pero este tipo de presencia, intelectual y artística, se completa con las referencias autobiográficas, que Díaz-Plaja ha espigado, aquí o allá, empezando por darle todo su valor a un texto de muy singular emoción, derivada, no de abstracciones líricas, sino de datos muy concretos. Nos referimos a la Autobiografía que con juvenil impaciencia publicó Juan Ramón Jiménez a los 26 años, en la revista Renacimiento. La vida del poeta se iniciaba entonces, pero la niñez, la adolescencia, los primeros pasos de un gran hombre, ofrecen motivos de interés más que suficientes para que su Autobiografía constituya un documento sobremanera valioso.

El hombre y el poeta se dibujan, a la luz de su personalísima experiencia, en las palabras que encabezan esa Autobiografía y que Guillermo Díaz-Plaja glosa para dar comienzo a su reconstrucción de la vida y carácter de Juan Ramón Jiménez: “Nací en Moguer – Andalucía— la, noche de Navidad de 1881. Mi padre era castellano y tenía los ojos azules; mi madre es andaluza y tiene los ojos negros. La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja de grandes salones y verdes patios. De estos dulces años recuerdo bien que jugaba muy poco y que era gran amigo de la soledad; las solemnidades, las visitas, las iglesias, me daban miedo. Mi mayor placer era hacer campitos y pasearme en el jardín por las tardes cuando volvía de la escuela y el cielo estaba rosa…”

A través de los propios textos del poeta, en efecto, Guillermo Díaz-Plaja va marcando las distintas etapas que constituyen la vida de Juan Ramón Jiménez y sobre las que proyecta su sombra —y su luz— de ser vivo, sea – como lo fue – en grado eminentísimo— un gran poeta o no: hombre. Sobre todo, al que le era connatural la poesía. De esta suerte, Díaz-Plaja cumple los objetivos propuestos según confesión explícita: reconstrucción de la etopeya del poeta, exclusivamente en virtud de los datos autobiográficos que su obra total ofrece y análisis de la estética “juanramoniana” en función de la época que le tocó vivir. Más los juicios críticos y puntualizaciones bibliográficas que va sugiriendo el desarrollo temático de la obra que glosamos. Y una cuantiosa aportación documental, aducida en notas, cuando es oportuno, o inserta en el “Apéndice” dedicado, en gran parte, a la reproducción, por primera vez en Esaña, de las cartas de Rubén Darío a Juan Ramón Jiménez, fechadas entre diciembre de 1902 y febrero de 1905 esto es, en los días más encendidos de la batalla del modernismo, en que tantos participaron, con el brío que es notorio, bajo el mando de Rubén Darío, “padre y maestro mágico, liróforo celeste”; jefe de la prometedora unidad en que Juan Ramón Jiménez hubo de sentar plaza, hasta coronar, por su cuenta, la carrera más victoriosa de nuestra poesía lírica contemporánea.

Si Juan Ramón Jiménez’ conquistó muy pronto el mundo poético que le estaba predestinado, fue, entre otras razones por elaborarse un “concepto general,- sistemático y clauso” en cuya valorización estriba uno de los puntos de vista en que con más firmeza se sitúa Guillermo Díaz-Plaja, cuando considera los “modos expresivos” del poeta, reconociendo la primacía al idioma, en relación con el cual marca las tres fases sucesivas, que “llegaron a constituir un escritor hispánico total: Andalucía, Madrid, América”. Es decir, “el poso regional, el cuño nacional, el sello supranacional”. Cualquiera que haya leído a Juan Ramón Jiménez con cierto conocimiento de causa, sabe bien hasta qué punto penetra el andalucismo, como forma dialectal del castellano o español, en determinadas obras suyas: especialmente, en Platero y yo, por razón de tema ambiente, diálogo popular, reflejo de usos y costumbres… Para Juan Ramón Jiménez, lo regional, en materia idíomática, no es un defecto, sino una gracia, como observa Guillermo Díaz-Plaja, quien cita unos párrafos del poeta acerca del estilo de Baroja y Eugenio D’Ors, de Maragall y Rosalía Castro; párrafos extraídos de una famosa carta de Juan Ramón Jiménez a Carmen Laforet: “Me gustaría que toda mi obra fuese como un defecto de un andaluz”. Pues bien, quienes hemos tenido la fortuna de ser amigos de Juan Ramón Jiménez no olvidaremos nunca el dejo andaluz de su habla; andaluz de la Andalucía baja. Ese aire que le llegaba desde la cuna, no se dejó batir nunca por el de Castilla, y soplaba, con calculado impulso, en sus matizadas gracias coloquiales. Juan Ramón, siempre ocurrente, mordaz, incisivo, chispeante, en sutilísima onda envolvente del interlocutor, conversaba como pocos.

Con ser extremadas la sensibilidad y la intuición del poeta, su obra obedece, en análogo grado, a la inteligencia.

¡Inteligencia, dime

el nombre exacto de las cosas!

…Que mi palabra sea

la cosa misma,

creada por mi alma nuevamente;

que por mi vayan todos

los que no las conocen a las cosas…

Cuando Juan Ramón Jiménez escribió ese poema, no lo hizo por caprichosa inspiración del momento, sino estableciendo uno de los supuestos previos, a que siempre se mantuvo fiel. Quizá haya algo de exageración en el juicio que le merece a Guillermo Díaz-Plaja el poema cuyos primeros versos quedan transcritos: “el más importante manifiesto poético de Juan Ramón Jiménez”, pero es evidente que la inteligencia ejerce una función decisiva en las creaciones del poeta y desde ese punto de vista no es aventurado establecer alguna relación con la poesía de Paul Valéry, sobre todo, si se tiene en cuenta que la inteligencia de ambos poetas está finamente cultivada, razón así de una poesía consciente.

No se oculta a Guillermo Díaz-Plaja la necesidad de hacer salvedades y distingos siempre que se trata de razonar influencias, como las que puedan descubrirse en Juan Ramón de Rubén Darío, Bécquer y Francis Jammes. El caso de Paul Valéry es muy otro, pero no por eso deja de justificarse la “coordenada” que Guillermo Díaz-Plaja advierte. Todas las demás que examina, en la segunda parte de su obra, están vistas con agudeza y bien documentadas. La de Emily Dickinson merece ser subrayada. Echamos de menos la influencia de Laforgue, por ejemplo. ¿Y la de Shelley…?

No podrá hablarse en adelante de Juan Ramón Jiménez y de su poesía, sin contrastar juicios y datos, propios y ajenos con los de Guillermo Díaz-Plaja, buen conocedor de mundos líricos.

M. Fernández Almagro, La Vanguardia, 11 de febrero de 1959

Guillermo Díaz-Plaja, crítico y profesor

El ejercicio habitual de la función docente ayuda mucho a la actividad crítica, por una obvia razón que sin aplicarla Guillermo Díaz-Plaja a este tipo de observaciones la formula en su reciente libro EI estudio de la literatura. «Estudiar es transmitir», y es claro que se transmite en igual grado al discípulo en el aula, que al lector en el periódico.

Crítico y profesor en unidad de punto de vista, Guillermo Díaz-Plaja tiene mucho que decir sobre la materia que da contenido a El estudio de la literatura con el subtítulo «Los métodos históricos». Y lo dice con la soltura que le es punto menos que connatural, no ya por ejercicio en doble proyección a que nos acabamos de referir, sino también por su experiencia desinteresada de gustador de las Letras a quien no le es ajeno el repertorio de cuestiones a que da lugar la transmisión de la emoción literaria, si bien al profesor le importe más que al crítico y al lector sin obligaciones profesionales, el problema metodológlco.

La reflexión metodológica a que Díaz-Plaja se entrega en este nuevo ensayo es de tipo historicista. ¿Cómo se concibe y se enseña la literatura en función de su proceso histórico? ¿Hasta qué punto gravita la Historia, esto es, el tiempo, en la creación literaria y en su valoración subsiguiente? ¿Qué otros elementos intervienen en la consideración de un problema como el apuntado y que no es, simplemente, de índole pedagógica…? Guillermo Díaz-Plaja recuerda, en oportuna Introducción, el estudio que el profesor Schultz hubo de consagrar al desarrollo de la ciencia de la Literatura, desde Herder a Cherer, y a partir precisamente de Herder para explicar la evolución de aquella ciencia en virtud del «primer esfuerzo» que cabe reconocer a aquél, hacia la comprensión de toda obra sobre una base histórico-genética, situando a los respectivos autores en directa relación con su época.

No se le oculta a Guillermo Díaz-Plaja que esa teoría por la cual adquiere el «medio» la extraordinaria importancia que le asignara Taine, implica el riesgo de todo criterio positivista, si bien haya una cierta compensación en el “perfeccionamiento de los estudios lingüísticos que van del plano filosófico de Condillac —gramática general— al plano meramente científico de los Bopp, Grimm, Max Müller —gramática comparada, filología, lingüística— y que se ciñe, en lo literario, a la inmensa y meritoria labor de catalogar, coleccionar, anotar y editar textos, en una clara reacción autorromántica que enlaza con el espíritu racionalista y observador del siglo XVIII”.

Por otra parte, hay otra segunda aportación de Herder que Guillermo Díaz-Plaja subraya al ponderar la conveniencia de lo que él llama «psicografía», es decir, biografía «desde dentro» en clara anticipación a los intentos de Dilthey, Gundolf y Ortega. Pero ésta ya es otra faceta del devenir histórico. Como que afecta al sentido «personalista» de la Historia. Tras toda creación literaria, o cualquier hecho de los que dan contenido al pasado, se acusa siempre su presencia el hombre, la persona, un ser determinado. El auge de la biografía no es un fenómeno hlstórico-literario que no trascienda a superiores esferas filosóficas.

Ciñéndonos al tema abordado por Guillermo Díaz-Plaja, el idioma en que se escribe la obra literaria es al mismo tiempo instrumento y exponente de una determinada vinculación a la Historia que no es sólo tiempo, sino también espacio. En ese ámbito se mueve el hombre que habla y se mueve haciendo historia, sin saberlo, o sabiéndolo sin categórica precisión. Literatura y lengua se hermanan en la necesidad de asistirse las dos en inducción recíproca, y el crítico no puede prescindir de esa compenetración si trata de ponderar los valores de la creación debida al poeta o al novelista. El lector de Guillermo Diaz-Plaja, en el sugestivo ensayo que glosamos, advierte en seguida la plena justificación de los «saberes conexos», en relación con la crítica en su integrador concepto. Esos saberes conexos, referidos a la crítica, son la Estilística, la Preceptiva y la Lengua, todos ellos complementarios del proceso histórico en cuanto lo hacen entender mejor.

Tal vez no interpretemos bien la personal posición de Guillermo Díaz-Plaja en la primera parte de su ensayo. Los «saberes conexos» son así calificados, nos parece, en función de la critica y creemos que han de reconocer su punto esencial de referencia en la Historia, no sólo de la Lengua, sino de la Literatura misma. Por lo menos, palpita, entre otras sugestiones del complejo problema, la del clasicismo, creación del tiempo en su inexorable transcurrir. ¿Cuándo se empieza a ser clásico? De ahí el interés que ofrecen las tesis de Dámaso Alonso examinadas por Guillermo Díaz-Plaja, en un capítulo animado por el prurito polémico que realmente no podía faltar en esta clase de especulaciones. Para Dámaso Alonso, «no existe historia literaria; no existe historia del arte», según afirmaciones establecidas en Poesía española, libro que no vacilamos en calificar de magistral. Guillermo Díaz-Plaja, no objetivando el tema, califica de «realidad psíquica» la actitud de Dámaso Alonso, al evocar recuerdos de lector adolescente: «emocionado, ante la primera lectura del soneto de Dante Alighieri», «tanto gentile e tanto onesta pare..»1, «se imagina el lector —añade Díaz-Plaja— inmerso en el tiempo en la pululación de almas parejamente estremecidas por esos catorce versos, de verdad inmortales».

“Bellísima”, es, en efecto, la página de Dámaso Alonso sobre la que llama Díaz-Plaja la atención de sus lectores, a tono con la rica temática, muy trabada en sus distintas enunciaciones, y con la animada prosa del citado libro de Dámaso Alonso, Poesía española. Y nos resulta valiosa nota marginal el comentario de Díaz-Plaja sobre la gravitación del tiempo en la perspectiva que corresponde a toda creación literaria. No podemos considerar inmerso en esa corriente temporal, que no es simple Cronología, a un poeta como San Juan de la Cruz. Pero, ¿no hay en la poesía de San Juan de la Cruz una inspiración tan singular que sólo puede explicarse por causas sobrenaturales?.

La arista precisamente histórica en que el saber de esta naturaleza forma cuerpo con la creación literaria, es objeto de afilados juicios por Díaz-Plaja, muy concretamente en el capítulo «Trasmundo: ideas y sentimientos», que se ilustra con dos bien traídas citas de Menéndez Pelayo, siendo de notar una de ellas por el valor que concede a la tantas veces menos preciada erudición: “Al que con verdadera vocación y entendimiento sano emprenda este viril ejercicio de la Historia por la Historia misma, todo lo demás le será dado por añadidura, y cuanto más envuelto parezca en el minucioso y deslucido estudio de los detalles, se abrirán de súbito sus ojos y verá surgir de las rotas entrañas de la Historia el radiante sol de la Metafísica, cuya visión es la recompensa de los grandes esfuerzos del espíritu”.

La erudición se nutre de esos detalles a que don Marcelino se refiere y de los cuales depende, a no dudarlo, la más auténtica y sustantiva definición de personas y cosas, de obras y situaciones, y nos hemos fijado en este pasaje porque nos confirma el criterio que venimos manteniendo en nuestra modesta obra histórica respecto al pormenor, expresivo en no pocas ocasiones por su aparente insignificancia. A la luz del tiempo, los detalles adquieren una significación sorprendente por lo mucho que puntualizan, y eso que se llama, aunque no siempre lo es, Filosofía de la Historia, se cimenta en invisibles minucias acumuladas. El mérito del filósofo de la Historia y aun del mero ensayista, radica justamente en el arte de exprimir los frutos cosechados por la erudición hasta la última gota de su zumo sin que esta destilación y científica utilización se haga inmediatamente perceptible.

En una «sinopsis epilogal» da forma gráfica Diaz-Plaja a sus reflexiones sobre la crítica, por un lado, y a la Historia de la Literatura por otra parte, acreditando un notable don de Síntesis, orientada a la enseñanza de toda clase de alumnos. Cualquier amigo de las Letras, por maduro que se sienta en su cultura, necesita siempre de aprender. He aquí por qué los temas metodológicos que se revisan o replantean en El estudio de la literatura brindan al lector útil y sabrosa lectura.

M. Fernández Almagro, La Vanguardia, 25 de septiembre de 1963

Poesía lírica española

Quien lea – o relea, en su mayor parte – esta Historia de la poesía lírica española, que Guillermo Díaz-Plaja, su autor, acaba de poner al día, no podrá por menos de advertir que se halla en presencia de una especie de corte verticalmente dado a la formación histórica de nuestra sensibilidad nacional, que así nos ofrece sus estratos y superposiciones a lo largo del tiempo; sus influencias y contactos en un aspecto realmente definitorio. La poesía lírica, aún brotando de la entraña más íntima de seres muy personales y acendradamente individualizados, participa sustancialmente de los caracteres generales de un pueblo y una tradición.

Ese concepto de creación por fuerzas poderosas y profundas, de título histórico y en cierto modo biológico; de fuerzas tan oscuras como se quiera, pero ciertas inseguras en su proyección al exterior, es mérito que, desde personal punto de vista, atribuyo a la Historia de Díaz-Plaja, sin que para ella sea menester que el autor exponga ese concepto en página alguna. Pero como quiera que sea, la composición de la obra responde a una idea claramente orgánica, impersonal pudiera decirse, aunque parezca paradoja, de nuestra gran poesía lírica, que en sus avances y reacciones como en sus auges y declives, acusa una idéntica energía creadora, condicionada por naturales presiones de época. El español es poeta de raza, y decir que esto se comprueba en la extraordinaria riqueza folklórica del romance y el cantar – especies que se degradan, pero nunca se extinguen – es decir muy poco, porque lo importante estriba en la más selecta poesía lírica, ajena entre nosotros a torres de marfil: abierta y expansiva siempre, fluyente como un manantial, y si el lector contemporáneo replica con la significación realmente excepcional de un Juan Ramón Jiménez, fácil sería hacerle notar los cuantiosos elementos de inspiración popular que fertilizan su poesía.

Pero no divaguemos. Limitémonos a señalar el acierto de método que, respondiendo a una visión de conjunto, informa la armónica composición de la obra. Y los muy sutiles enlazan a los poetas unos con otros, y no, precisamente por que se unan en escuelas o grupos, el influencias comunes o semejanzas temáticas, sino porque a todos les envuelve el ambiente, las características generales de un proceso literario y lingüístico. En la necesidad, puramente expositiva, de distribuir la materia, Díaz-Plaja ha acudido al procedimiento que por ser más claramente convencional – la división por siglos – no mutila nada ni rompe continuidad alguna. Se pasa de un siglo a otro sin sentir, y de un poeta otro sin sentir también.

Típico a este respecto es el criterio aplicado a la poesía relacionada con la aparición del barroco y su evolución en un sentido biológico que nos lleva nada violentamente al neoclasicismo del siglo XVIII. «Toda transformación literaria – nos recuerda Díaz-Plaja – supone una amplia zona de interferencias en la que conviven las fórmulas a punto de agotarse y las nuevas recetas que aportan el cambio en cuestión». Y precisamente porque este punto de vista domina el paso de una época a otra, según Díaz-Plaja lo da, ágilmente, en cada caso, echamos de ver su insuficiente aplicación en el tránsito de la poesía pos romántica y anti romántica al modernismo. La clave, en nuestra opinión, está significada, principalmente, por un hombre, Salvador Rueda, y por dos o tres más que contribuyen a tender el puente: Manuel Reina y Ricardo Gil, por ejemplo. Sin una referencia a esos poetas, en adecuada escala, queda sin explicación uno de los factores que determinaron la crisis de nuestra gran poesía del siglo XIX. Rubén Darío arrancó, pero no del vacío.

Por otra razón es, naturalmente, cabe indicar la omisión, verbi gratia de Gertrudis Gómez de Avellaneda, pues aun cuando el autor prescinda de la poesía hispanoamericana, como producida afuera del lugar geográfico de la península, hay que tener en cuenta que la vehemente «Peregrina», aparte de vivir y convivir en España largos períodos de su vida, había nacido en Cuba cuando aún ondeaba ya nuestra bandera, y todavía continuaba ondeando a la muerte de la poetisa, en 1873. En contraste, no hemos de señalar el exceso de poetas jóvenes citados por Díaz-Plaja, ya que, después de todo, la información es lo que interesa en cuanto a letras contemporáneas y, en último término, los nuevos poetas que no lleguen a cuajar suprimen por sí solos. Pero no deja de ser curioso para el lector que no haya frecuentado los clásicos de segundo o tercer orden, tropezarse, gracias a la erudición de Díaz-Plaja, con un poeta tan joven y moderno como el granadino Pedro Soto de Rojas… que vivió desde 1585 – fecha probable de su nacimiento – hasta 1658. Véase esta muestra de una estrofa que, con otras más, describe su Carmen del Albaycín a la madrugada:

La pertinaz galante artillería
con el humo de balas que son perlas
moja las luces del amante día…

No cabe descender a detalles en nuestras observaciones y glosas, dada la abundancia de esta Historia en temas y subtemas. Dijérase que toda la Literatura española desfila por sus páginas. De frente, la poesía lírica, por constituir el asunto específico de la obra. Pero de costado, los otros géneros, puesto que también hicieron poesía lírica los más conspicuos autores dramáticos y no pocos de los que cultivaron la ética y heroica, de Calderón a Bernardo de Balbuena. La Historia de Díaz-Plaja sirve de guía al estudioso que quiera especializarse, si bien convendría en referencias bibliográficas de alguna mayor amplitud. Y el lector que sin interés concreto ni otras preocupaciones que las propias de la cultura general, le hace recorrer amena galería, con ventanas abiertas a nuestra poesía lírica, fuerte delicada y variadísima.

M. Fernández Almagro, La Vanguardia, 29 de julio de 1943.

El modernismo al trasluz

A la zaga de la generación del 98, va el modernismo, desde el punto de vista bibliográfico. Se suele confundir a uno y otro grupo o movimiento. Se le solía confundir, mejor dicho, porque de algún tiempo hacia acá acostumbran los críticos e historiadores literarios a hacer las oportunas distinciones, y alguna parte le toca a quien estas líneas escribe en tal discriminación, esencial para entender, en su verdadero sentido, por un lado, la generación del 98, más o menos política, según los casos, y al modernismo, de carácter preferentemente estético.

Así como nadie ha abordado el tema de la generación del 98 con la precisión y el rigor acreditados por Pedro Laín Entralgo, es Guillermo Díaz-Plaja quien ha esclarecido, con más amplia y detallada especificación, las relaciones de todo orden que puedan existir entre aquélla y el Modernismo, en reciente libro, prologado por Gregorio Marañón, que ilustra a su vez la cuestión con la agudeza y la virtud sugestiva propias de nuestro gran polígrafo. Y no olvidemos el documentado libro de J. F. Ráfols, Modernismo y modernistas, si bien se refiere, por modo particular, a ese fenómeno en su manifestación catalana, directamente tratada por Cirici Pellicer en otro estudio de útil consulta. Ello es que tal proceso histórico-artístico ha entrado, con toda su variedad de esencias y accidentes, en fase resolutiva gracias a la obra de Díaz-Plaja que motiva el presente comentario: Modernismo frente a 98.

«¿Quien confundiría el tono de una meditación de Unamuno con el de una evocación de Juan Ramón Jiménez?», empieza por preguntar Guillermo Díaz-Plaja, planteando el problema a que se propone dar solución. Problema que, a no dudarlo, se relaciona íntimamente con cuantos pueda suscitar la literatura española y aún nuestra cultura general a lo largo de este medio siglo. El concepto es superior en su complejidad al que en un principio pudiera formularse. Como que el propósito revisionista a que respondieran – cada cual por su lado – Unamuno y Valle-Inclán, Azorín y Baroja, no se redujo a lo puramente negativo – contra la tradición inmediata, contra la patriotería, contra determinados escritores y políticos: Sagasta, Echegaray, Núñez de Arce… – sino que trascendió, resueltamente, a lo positivo, a la creación personal, a un nuevo modo de hacer novelas, comedias o artículos. Y a un nuevo modo también de hacer versos, siquiera esta última función subversiva estuviese a cargo, no de los «noventaiochistas» – cultivadores de la prosa con marcada preferencia – sino de los modernistas, caracterizados precisamente por eso: por el amor, casi excluyente, a la poesía. Como todos ellos se sentían renovadores y rompían el fuego de sus escritos hacia las mismas fechas, la confusión estaba justificada; pero, al deshacerla, fuerza es prevenirse contra el peligro de marcar antagonismos en lugar de atenerse a simples diferenciaciones. Tal vez Díaz-Plaja caiga en esa tentación, dando cortes excesivamente tajantes entre unos y otros, no contrapuestos, radicalmente a nuestro juicio, por coadyuvar en su conjunto, quisiéranlo o no expresamente, a la revolución espiritual por la que España comenzó a pasar apenas consumado el desastre ultramarino. No hubiese estado de más que Díaz-Plaja dedicara alguna atención al fondo de Historia general sobre el que las Letras experimentaron muy significativas alteraciones.

No obstante constituir la política una realidad distinta de la literaria, nos parece que las afirmaciones y negaciones de los escritores del 98 podrían quedar mejor atendidas si se las pusiera en contacto con la pública reacción ante el fracaso de la España oficial. Paralelamente, el auge de los partidos revolucionarios – incluyendo entre ellos, en cierto sentido, la entonces nacida Lliga Regionalista – venía a subrayar lo que la literatura del momento presentaba de revisión creadora. Claro es que ese libro atento a objetivos políticos y sociales como los apuntados sería otro, y no el que Guillermo Díaz-Plaja ha ideado y compuesto en provechoso ajuste de enunciado y contenido. Insistamos en nuestro elogio: es en Modernismo frente a 98 donde mejor se hallan sistemáticamente desenvueltas las precisiones que cabe exigir en el interesantísimo tema. La documentación allegada por Díaz-Plaja demuestra hasta dónde puede llegar un erudito aplicado a cuestiones que le sean contemporáneas. Con ser de ayer o de anteayer, la vida literaria del 98 – revistas, libros, grupos, editoriales, figuras secundarias, anecdotismo vario – puede ser objeto de la investigación minuciosa y difícil que Guillermo Díaz-Plaja ha llevado a efecto en Modernismo frente a 98. Se distribuye la materia en partes perfectamente metodizadas: señalamos la tercera como la lograda con mayor redondez. Y determinados pasajes de la primera – «el modernismo visto por los modernistas» – , de la segunda – «comunidad personal» – y de la cuarta – «la prosa» – nos proporcionan razones para afirmar que el último libro de Díaz-Plaja abunda en noticias nuevas y puntos de vista con los cuales habrá de contar quien estudie en lo sucesivo la literatura española contemporánea y concretamente el modernismo en sus pormenores históricos y en su significación estética.

M. Fernández Almagro, La Vanguardia, 31 de enero de 1952.

Poesía y realidad

«Decíamos ayer…». Poesía y realidad se diferencian radicalmente, pero no se contraponen ni excluyen. Más bien alternan o se suceden en la realidad de las cosas, y no tienen por qué declararse incompatibles. Como que la poesía constituye por sí sola una realidad y, la realidad, a su vez, incluso la más decaída o mísera, avasallada por la prosa en peyorativo sentido, es capaz de salvación poética.

Poesía y realidad conviven, en el mundo de los conceptos y en el de los hechos, por lo que Goethe enlazó ambos términos, sin forzarlos en absoluto, justificando esa expresión de valor universal, con el contenido de sus Memorias: desde ese punto de vista -dimensiones y calidades aparte -, como las memorias de cualquier mortal, ya que la vida de todo ser humano es un constante vaivén, de la realidad inmediata a la poesía, más o menos entrevista como un paraíso difícil.

Y si abordamos ahora tema tan elemental, después de haberlo tocado propósito de recientes libros de Dámaso Alonso, Carlos Bousoño y José María Valverde, es porque acaba de ver la luz una colección de ensayos dominados por análoga preocupación, bajo un título que sintetiza todas las cuestiones tratadas, en forma sugestiva: Poesía y realidad. No deja de ser curioso este insistente fenómeno bibliográfico, se escribe mucho acerca de la poesía, de igual suerte que mucho se habla también de la salud cuando falta o quiebra. Mala señal, pues, en cuanto a lo poético.

Poesía y realidad es, además, el título de uno de los ensayos que componen el volumen por tratar Guillermo Díaz-Plaja -autor de la obra -, específicamente, el tema de la realidad como objeto de conocimiento poético; de interpretación, de transfiguración; de creación, en suma. Pero ¿por qué vado o puente pasamos de la realidad a la poesía…?. No hay otro medio de acceso que la palabra, «metáfora inicial»: tiene razón Guillermo Díaz-Plaja. Más ¿hasta qué punto y en qué condiciones hace posible la palabra que la realidad se transmuta en poesía…?. Cuando Ortega y Gasset dice que la poesía es un ”eufemismo» crea un problema nuevo, el de la inaccesible razón de la poesía. Transcribamos la cita completa: «la poesía es eufemismo -eludir el nombre cotidiano de las cosas, evitar que nuestra mente las tropiece por su vertiente habitual, gastada por el uso -, y mediante un rodeo inesperado, ponernos ante el dorso, nunca visto, del objeto de siempre. La nueva denominación lo repristina y virginiza». Lo que equivale a decir que la poesía no nos revela nunca su secreto esencial: incomunicable de veras.

De ahí que Díaz-Plaja distinga estos dos modos de salvar la distancia entre realidad y poesía: por aproximación y por selección, que, a nuestro ver, es otra manera de acercarse, no de alcanzar exactamente el objetivo propuesto. El lenguaje, metáfora él mismo en su complicada unidad y creador de metáforas, es el instrumento que todo poeta de procurarse, no ya para expresar sus emociones, sino precisamente para comunicarlas. Claro es que surge otra cuestión: ¿para quién escribe el poeta?. Para todos, para muchos o para pocos; nunca para él solo. Nos parece que la poesía quizá no tenga por qué pasar de la confidencia. Pero le es connatural ese mínimum de contacto. El poeta se confía a un ser -siquiera uno solo -capaz de entenderle hacia dentro: a más penetración de la confidencia, más fuerza lírica. En todo caso significa un transporte de corazón a corazón; un escape de la propia intimidad, de la angustiosa realidad que es uno mismo: una evasión, en una palabra. Por lo que nos parece que, lejos de constituir la evasión de la realidad un concepto independiente, hay que relacionarlo con aquellos otros dos a que antes aludíamos, citando a Díaz-Plaja: aproximación y selección. Dos vías que la «evasión” hace innecesarias.

Creemos que en la evasión de la realidad estriba el movimiento superatorio que da lugar a la creación poética. No es distinto el punto de vista en que se sitúa Díaz-Plaja a este respecto, y acierta cuando reconoce que la poesía mística representa la forma más pura y genuina de «sobrerealidad». Sólo que ese mundo escapa la experiencia y a la observación puramente físicas y no es que se extienda por encima de la realidad de que nuestro espíritu huye, para no asfixiarse, sino que responde a un plano único, sustantivo y puro: lo sobrenatural.

Cabe también la evasión en sentido contrario: hacia abajo; hacia las realidades inferiores de la vida de uno mismo. Peligroso descenso, tanto, que de él nace la poesía «sub- realista» fenómeno complejo, agudizado en nuestro tiempo, y no sólo por razones estéticas, sino sociales a la par, o quizá en mayor grado. Un mundo tan desconcertado y desconcertante como el actual, explica bien la réplica de la poesía “subrrealista” a la “sobrerrealista”, con todas sus consecuencias y con todo su valor de exponente social. Cada época se define por el vuelo o giro de su poesía peculiar. De ahí que el tema de Poesía y realidad, tal y como lo desarrolla Díaz-Plaja, con criterios que se ajustan en cada caso a la crítica literaria, a la disciplina filológica o a la exigencia de la siempre vigente retórica, trascienda a una esfera que engloba preocupaciones generales y de varia índole. Poesía y realidad nos pone en camino de entender, no sólo la poesía actual, sino determinadas formas colectivas de la sensibilidad de esta época.

M. Fernández Almagro, La Vanguardia, 6 de noviembre de 1952.

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