Julián Marías

Prólogo

Madrid, enero de 1966.

Los españoles nacidos en 1910 pertenecen inequívocamente a mi generación; así, Luis Rosales. Los que han nacido sólo dos años antes, en 1908, por muy próximos que me sean desde todos los puntos de vista —y para dar dos ejemplos, mis entrañables amigos Pedro Laín y Rafael Lapesa—, ya no pertenecen a ella, y así los siento, situados a otro nivel, más visible cuanto mayores sean las coincidencias y los acuerdos. Hacia acá. 0 hacia allá, más cerca de 1910 o más lejos de 1908, todo es claro. Pero de vez en cuando vacilo: frente a un amigo, o un conocido, o un escritor a quien leo sin conocerlo —o conociéndolo muy poco—, me pregunto: ¿es de mi generación? Me parece que sí; al poco tiempo, cuando hace un gesto, al doblar la página, pienso que no, que pertenece a la anterior. Siempre que he tropezado con uno de estos casos de perplejidad ha resultado que había nacido en 1909. Este año es, sin duda, el fronterizo entre dos generaciones, aquella cuya fecha natal central pondría yo en 1901 y la mía, cuyo centro estaría en 1916.

Pues bien, Guillermo Díaz-Plaja —él nos lo precisa— nació en Manresa el 25 de mayo de 1909. Yo lo conocí el mes de junio de 1933, en el «Ciudad de Cádiz», durante el Crucero mediterráneo dirigido por don Manuel García Morente, con profesores y estudiantes de Filosofía y Letras de Madrid y Barcelona, y algunos más, y de Arquitectura. De aquel Crucero salieron muchas cosas, y entre ellas algunas amistades que llevan más de treinta años de existencia; en los tiempos que vivimos, no es desdeñable.

Guillermo Díaz-Plaja era sin duda «mayor que yo», que cumplí los diecinueve años en Túnez, a poco de empezar el Crucero. Lo sentí, lo viví como un amigo «de otro nivel»; la proximidad y el afecto no disiparon nunca esa impresión inicial.

En algunos casos, la coetaneidad —la pertenencia a la misma generación— está oscurecida por factores externos, por ejemplo la precocidad o la tardanza en incorporarse a la vida pública, a las publicaciones, a la fama. Cuando esto ocurre, un hombre parece de la generación más vieja o de la más joven; con los miembros de ellas va de tertulia, escribe, publica, pinta. Para explicar estos casos forjé hace unos años mi teoría complementaria de las «constelaciones». Se llaman así los grupos de estrellas que están próximas en el plano visual, aunque puedan estar realmente muy lejos unas de otras. Así, el escritor precoz forma «grupo» con los que son mayores que él, el tardío con los más jóvenes; su «edad social» es mayor o menor que la efectiva; parecen pertenecer a la generación con la que públicamente conviven; pero sus experiencias efectivas son las suyas, las de su propia edad; el nivel a que se han asomado al mundo, la configuración que han encontrado, son los suyos intransferibles. Y andando el tiempo, cuando la convivencia se generaliza y está menos ligada a la edad, se descubre el verdadero perfil de la generación: cierta retórica, algunas preferencias —una música, un tipo de mujer, un ritmo de la frase, tales palabras de elogio o vituperio—, una manera de conversar o de mover las manos, revelan lo que aquel hombre es «en el fondo», lo que ha sido siempre.

Guillermo Díaz-Plaja ha sido muy precoz; yo lo he sido también bastante, y esto elimina el riesgo de que ese factor nos extravíe. Si tuviera que tomar una decisión, yo diría que pertenece a la generación anterior a la mía; pero en una posición muy precisa: es un «fronterizo», como algunas provincias, frente a las «interiores».

Ahora Guillermo Díaz-Plaja se ha puesto a recordar. Ha escrito unas «Memorias». Pero ¿no es para ello demasiado joven? Sí y no. Si hubiera nacido en otra época, casi en cualquier otra época, no digamos en la romántica, su vida estaría ya muy avanzada, podría volverse al pasado con gesto de resumen y recapitulación, sus «Memorias» serían probablemente añorantes y recordarían el tiempo pasado, el «antaño», le temps jadis. Pero como ha nacido en 1909, como es un hombre de nuestros días, nos parece casi casi una impertinencia que vuelva los ojos atrás y empiece a escribir «Memorias». Sentimos un impulso de decirle: «Viva primero y recuerde más adelante».

¿ No es esto absurdo ? ¿No ha de ser lícito al hombre, con más de medio siglo de experiencias a la espalda, mirarlas y contarlas, hacer a un tiempo su cuenta y su cuento? Pero el hecho de que la impresión de memorias «prematuras» es inequívoca, nos obliga a tomar en serio la cuestión. ¿Qué late por debajo de esa reacción que en seguida encontramos injustificada? A mi juicio, algo que nos descubre un aspecto de la estructura de la vida humana. Una cosa es la fecha —siempre incierta— de la muerte, otra cosa es el proceso variable del envejecimiento, una tercera cosa es la «altura» en la trayectoria de la vida. A cada edad, el hombre se siente a cierto «nivel», a cierta altura de su biografía. Los románticos de treinta años se sentían ya de vencida; a los cincuenta años —si llegaban a ellos—, «acabados»; más adelante se «sobrevivían», y muy pocos eran capaces de inventar nuevas formas de su proyecto vital; la mayor parte se adaptaban miméticamente a las formas dominantes en su mundo —positivismo, realismo— o repetían extemporáneamente el mismo gesto romántico de su mocedad —Zorrilla—. Pues bien, hoy el hombre de medio siglo siente que está nel mezzo del cammin. Ya sabe que puede morir un minuto después, que probablemente morirá mucho antes de cumplir un siglo, que sin duda «le queda» menos de lo que ya ha vivido. No importa; no se trata de duración, sino de configuración. Morirá antes del siglo, pero su muerte será «prematura», su trayectoria, tal como la ve ahora tendida, atrás y adelante, quedará interrumpida antes de tiempo. El hombre de hoy, a los cincuenta años, siente que «se le deben» otros tantos. ¿Por qué? Porque los espera.

Guillermo Díaz-Plaja ha sido precoz, y esto quiere decir que ha aprovechado su tiempo desde muy pronto; lo ha aprovechado además enormemente, porque tiene un formidable apetito de realidad. Es un hombre tranquilo, reposado, capaz de detenerse y gozar de las grandes y las pequeñas cosas de la vida, pero al mismo tiempo ávido, presuroso, voraz, tendido frente a las promesas, lleno de acometividad y entusiasmo. Ahí está su obra —familia, hechos, dichos, escritos— para atestiguarlo.

¿Qué van a significar estas «Memorias»? Para sus lectores, un placer literario, una información, algunas sorpresas, quizá un aviso, al recordar cosas olvidadas o que se quieren olvidar. Para los catalanes, la presencia de una forma muy enérgica y peculiar de ser catalán; para todos los españoles, la advertencia de que una manera irreductible de lo español es la catalana. Pero ¿y para su autor?

El hecho de que Guillermo Díaz-Plaja haya vuelto los ojos atrás no debe engañarnos: cuando el hombre vivo mira hacia atrás, es siempre para tomar carrerilla y disponerse a seguir viviendo —hacia adelante. Pero yo espero que después de estas Memorias su autor no va a ser enteramente el mismo. Va a empezar a tener sus cuentas claras. Va a sentir que no todo vale por igual, que no todo resiste del mismo modo el paso del tiempo. Me atrevería a pensar que en adelante se va a mirar con frecuencia en este remanso de sus Memorias; como el agua, al serenarse, se queda más limpia, verá en ella mejor quién ha sido, quién quiere ser en la segunda mitad de su trayectoria.

Julián Marías, Memoria de una generación destruida, págs. 5-9.

Julián Marias, Memoria de una generación destruida, págs. 5-9.

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