José Luis Cano

Federico García Lorca

Las dolorosas circunstancias de nuestra guerra motivaron que la obra de Federico García Lorca, muerto ya el poeta, creciera en fama y prestigio fuera de España — especialmente en América y en Inglaterra —, y llamara la atención de los críticos extranjeros, mientras que en nuestro país, si bien no había dejado de ejercer su hechizo sobre miles de lectores, no conseguía provocar un movimiento crítico de importancia. Ciertamente, motivos políticos habían favorecido ese prestigio que la obra de Lorca obtenía en el extranjero, pero esto no hacía menos lamentable la falta de la aportación española al estudio de uno de nuestros más geniales poetas. El contraste tenía que dolemos como críticos y como españoles. Mientras de Inglaterra nos llegaban dos libros consagrados a la obra del poeta (el García Lorca, de Edwin Honig, y el Lorca. El hombre. El poeta, de Arturo Barea), aparte de versiones inglesas de sus poemas y dramas (como la del poeta Stephen Spender, en colaboración con J. L. Gili, y la de Roy Campbell), y en Estados Unidos la Revista Hispánica Moderna le consagraba un volumen de gran interés, y mientras una editorial argentina emprendía, al cuidado de Guillermo de Torre, la mejor edición que tenemos hoy de las obras de Lorca, en España hacíamos ediciones piratas y no se publicaba un solo estudio importante que aspirase a penetrar en la obra del poeta. Tal conducta era increíble que durase más tiempo, y hoy se puede ya anunciar que tan lamentable laguna ha sido llenada por el hermoso libro que Guillermo Díaz-Plaja acaba de publicar sobre Federico García Lorca.

Díaz-Plaja subtitula su libro «estudio crítico», con lo cual ya se entiende que se trata sólo de estudiar la obra y no la vida del poeta. Claro es que en la obra de García Lorca, como en la de todo gran poeta, vida y poesía con frecuencia se influyen y determinan mutuamente, y así en el estudio de Díaz-Plaja, si se eluden la anécdota y la biografía lorquianas, no faltan las alusiones a la personalidad del poeta y a su expresión vital.

En cinco partes divide Díaz-Plaja su libro: La estética lorquiana, García Lorca y Andalucía, los libros poéticos, la obra dramática y obra olvidada. Pero en realidad, el estudio más completo, que ocupa casi la mitad del libro, es el consagrado a la obra poética. En esa parte central, mejor que en la primera sobre la estética lorquiana, es donde Díaz-Plaja profundiza más en el arte y la técnica del poeta granadino, realizando un estudio más completo y acabado de su obra. Así, por ejemplo, cuando al analizar Poeta en Nueva York, estudia la actitud pánica o dionisíaca que revela gran parte de la obra de Lorca, y la contienda que tempranamente existe en su temperamento creador entre el poderoso halago del instinto y del sueño, y su fina conciencia de artista. Esta contienda solía resolverse a favor del instinto creador en las primeras obras del poeta, y a favor de la conciencia crítica en su última etapa creadora, a la que pertenecen sus dramas. Pero Lorca no ignoraba esta lucha, y aspiró siempre a armonizar esas dos fuerzas: pasión elemental y actitud crítica y exigente. Lo demuestra, no sólo su famosa declaración a Gerardo Diego, que éste copia en su Antología de poesía española (Madrid, 1934): «Si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios — o del demonio —, también lo es que lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo, y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema», sino un fragmento que estimo valiosísimo de una carta inédita del poeta a su amigo el crítico catalán Sebastián Gasch, y que Díaz-Plaja transcribe en su libro: «Mi estado es siempre alegre, y este soñar mío no tiene peligro para mí, que llevo defensas; es peligroso para el que se deje fascinar por los grandes espejos obscuros que la poesía y la locura ponen en el fondo de sus barrancos. Yo estoy y me siento con pies de plomo en el arte. El abismo y el sueño los temo en la realidad de mi vida, en el amor, en el encuentro cotidiano con los demás. Esto sí que es terrible y fantástico». La frase subrayada expresa bien claramente el sentido crítico de Lorca, y su intención de no aventurarse sin un severo control por los caminos de la poesía intuitiva y subconsciente. Esto no es negar —como advierte Díaz-Plaja— la fuerza de la intuición en la poesía de Lorca, sino sólo reconocer que esta fuerza, por sí sola, no hace la obra de arte, y que esto no lo ignoró nunca el poeta.

El libro plantea el problema de la significación de la lírica lorquiana dentro de la estética de la poesía de su tiempo. La conclusión a que llega Díaz-Plaja no es muy favorable a Lorca. Poesía limitada, define. Y añade: «García Lorca representa un retroceso hacia lo típico y pintoresco que Juan Ramón Jiménez —verdadero andaluz universal como él gusta llamarse — había conseguido, ya del todo, eliminar». Pero, ¿es lo típico y lo pintoresco lo esencial en la obra de Lorca? Por lo menos, es lo más popular y asequible a la masa, al pueblo que el mismo poeta buscaba. Desde este punto de vista, quizá tenga razón Díaz-Plaja al dedicar más atención en su estudio a las obras de Lorca que poseen esa raíz popular, como el Romancero gitano. No obstante, no creo que deba subestimarse otro aspecto de la poesía de Lorca, el que representan, por ejemplo, su Poeta en Nueva York, su Diván del Tamarit, sus Sonetos del amor obscuro, obras menos leídas, pero no menos estimadas de su propio autor. Y aunque Díaz-Plaja reconoce la hondura de Lorca ai tratar especialmente algunos temas de su poesía, como por ejemplo la muerte, quizá no insiste lo bastante en la revalorización que a mi juicio es necesario hacer del poeta hondo y desgarrado, apasionado y trágico que a veces era Federico, tal como a través de su tremenda personalidad puede vérsele en la evocación en prosa que a la muerte del poeta escribió Vicente Aleixandre.

La parte segunda del libro — García Lorca y Andalucía — es una de las más sugestivas. Díaz-Plaja ha sabido captar los momentos y caminos de la Andalucía lorquiana — Granada, Sevilla, Córdoba—, y estudiar con acierto el valor del paisaje en la lírica del poeta, y el enfoque y resolución poéticos de sus temas predilectos: los caballos y los toros; la vida, la sangre y la muerte; el sentimiento religioso…; temas pasados por la sabiduría honda de su viejo y niño corazón andaluz. En cuanto a la parte central del libro, consagrada a estudiar los libros poéticos de Lorca, el estudio más completo es el que dedica Díaz-Plaja al análisis del Romancero gitano, obra capital de Lorca, aunque hoy quizá no tan estimada como hace quince años. Tras una ojeada a la revalorización moderna del romance, Díaz-Plaja estudia agudamente la temática del Romancero —los colores, las cosas y objetos—, su vocabulario, y los tres mundos con que juega el poeta: el mundo real, el mundo celeste, y lo que Díaz-Plaja llama el mundo de las fuerzas obscuras. No falta un análisis literario generalmente breve de cada uno de los romances del libro, en algún caso estudiando sus fuentes, como al analizar el romance de Tamar y Amnón y compararlo con el drama de Tirso, de donde arranca, drama que a su vez dio lugar a una adaptación moderna, debida a Rafael Alberti, que oímos hace años al autor de Marinero en tierra, y que ignoramos si permanece inédita.

Las páginas que consagra Díaz-Plaja al teatro de Lorca son muy claras y útiles. Su brevedad probablemente es obligada para no hacer demasiado extenso un libro que abarca un estudio general del poeta. Con acierto señala Díaz-Plaja que la posición dramática de Lorca recuerda muchas veces la de Lope de Vega, «que liquida con su singular empuje la incipiente y amanerada dramaturgia renacentista. Lorca siente el teatro como una cosa viva, que bulle en su sangre mucho antes que cualquier fórmula pueda imponérsele». Echamos de menos, sin embargo, un estudio de las posibles influencias literarias. Cierto que la gran fuente poética del teatro de Lorca hay que buscarla en el pueblo, en sus corrientes y pasiones, pero en la transformación que todo artista está obligado a hacer de la intuición poética en obra de arte, fatalmente, e inconscientemente muchas veces, se entrecruzan y rozan influencias literarias no difíciles de descubrir. Díaz-Plaja apunta con buen ojo la de Valle Inclán, pero sería de desear que algún crítico estudiase más detenidamente esta influencia.

El libro de Díaz-Plaja se enriquece además con una última parte en que se recogen poemas y fragmentos en prosa de Federico, poco conocidos y casi olvidados, que se hallaban desperdigados en revistas y no se habían recogido en la edición argentina de las obras completas. Publica también Díaz-Plaja unas cartas interesantes e inéditas que Lorca escribió a su amigo el crítico Sebastián Gasch, sobre su vocación de dibujante, nunca del todo frustrada. Una bibliografía lorquiana, completando la de Sidonia C. Rosembaum —que ya queda incompleta — del volumen consagrado a Lorca por la Revista Hispánica Moderna, habría sido muy útil en un estudio como el que comentamos.

No es quizá el García Lorca de Díaz-Plaja el libro profundo y definitivo que la obra y la personalidad del gran poeta granadino merecen, pero sí el estudio más importante y completo publicado hasta ahora en cualquier idioma. Para quien quiera profundizar en la obra de Lorca, este libro será sin duda una valiosa e inestimable ayuda.

José Luis Cano, Ínsula, Madrid, 1947. La obra de G. Díaz-Plaja a través de la crítica, págs. 92-96.

‹ Volver a Impresiones de Escritores