José Cruset

En el sillón de Azorín

No sé como empezar; salgo de la Real Academia Española entre manos y voces amigas; salgo sin declarar la verdad de mi propósito, causa de mi salida: esta crónica de urgencia; he renunciado a vivir los entrañables momentos últimos de esta inolvidable tarde de la recepción como académico de número de Guillermo Díaz-Plaja, llena de amigos de Barcelona y Madrid; Madrid anda en un frío delgado, seco que el rostro agradece, al salir a la calle, en busca de un velador cualquiera; no sé como empezar. Confieso que el pensamiento mío, durante el discurso de Guillermo Díaz-Plaja, se ha marchado a los tiempos primeros del escritor, al balance de esos cuarenta años de su total dedicación a lo que él ha llamado, emocionadamente, esta tarde, en el exordio, «las largas v patéticas «cartas a nadie»», escritas siempre desde la duda ascendiendo por la soledad más sobrecogedora en las silenciosas madrugadas, con el alma en vilo a todas horas; esas cartas «sin destino nominal» que ios libros son; largas, dolbrosas cartas en las que el escritor busca la oficial medida de su expresión para llegar a los demás, siempre desde una duda; duda hoy p l e n a , gloriosamente desvanecida para Guillermo Díaz-Plaja, al ingresar en la Real Academia, con sus libros bajo el brazo, con su desvelada cur¡osidad; por todo, como siempre, como en los años iniciales de combativa juventud, dispuesto a seguir esa increíble tarea suya, como si, para él, lo hecho no contara, para los propósitos, específicos proyectos que a estas horas tienen en su voluntad. Confieso mis huidas a la evocación emocionada —los años pasan, nos vamos volviendo cada vez más adictos al recuerdo, al examen de nuestro tiempo, el único que podemos conocer algo por nuestra pequeña ataiaya de testigos presenciales—; las confieso, en detrimento del tema elegido por el nuevo académico; pero no he podido remediarlo: me acordaba, desatento fugitivo del ambiente solemne de aquel Guillermo Díaz- Plaja todavía estudiante de cuyo talento para lo que había de ser el objeto de su vida ya se hablaba como de cosa ‘feecha; pero creo, por poco que Dios me asista decir con urgencia, en el ejercicio de la difícil síntesis, al nuevo académico tan grata, sobre que versó su discurso, más allá del título, «La dimensión cúlturalista en la poesía castellana del siglo XX». El tema es nuevo, quiero decir en su meditada y minuciosa coordinación, y atrayente; con la claridad característica de su quehacer, Díaz-Plaja, ha reunido, una verdadera antología de textos poéticos, desde Rubén Darío a los últimos nombres de la poesía castellana, con los que probar la aseveración básica de su discurso —con dimensión y cualidades de ensayo— que pudiera resumirse diciendo que «la poesía lírica puede ser trascendida por una vivencia cultural »; no cabe duda, como él ha señalado certeramente, que, a partir del Romanticismo —aparición del «yo»— existe una poesía sobre poetas, de muy diversa especie de lo que, en su momento, pudieran significar el «Viaje al Parnaso» o el «Laurel de Apolo» más bien inventario de preferencias y aluminaciones; intento de síntesis de ideas críticas maridadas con la evocación de nombres de poetas —o artista en general— en el poema; lo lírico y lo cultural mezclados. EÍ tema, adecuadísimo a la manera y el pensamiento de Díaz-Plaja está rigurosamente en relación con el concepto de la crítica de este siglo, «resultado del proceso de individuación tipificado por el Romanticismo», crítica con la vigencia, presencia, aportación, de lo subjetivo, diversa de la rígida contemplación prectptiva, anterior al siglo XIX, es decir comprobadora de si la obra contemplada cumplía o no con los preceptos objetivos contenidos en los códigos umversalmente válidos para estimar lo positivo en la obra literaria. Cuando le preguntemos a Guillermo Díaz-Plaja lo que es el ensayo —seguimos aportando ideas generales para intentar un asedio del tema, en función de anticipo o reseña— nos dirá que es la «poetización del saber». La evocación que el escritor ha hecho del maestro Azorín, cuyo sillón ocupará en la Academia, ha sido perfecta; contenida, sin palabras excesivas —Azorín, ejemplo notorio de poetización del saber y de búsqueda del pasado para su expansiva, eficaz actualización, ha presidido, en espíritu la sesión de esta tarde—; Azorín señaló con el índice a Díaz-Plaja, todavía un muchacho: hoy, la Academia ha confirmado la certera visión del maestro de la prosa contemporánea. Nuestro admirado y querido Martín de Riquer ha contestado el discurso de Guillermo Díaz-Plaja; además de bellos y adecuados comentarios al tema, ha explicado con afecto fraterno y pleno conocimiento, la vida y la obra del escritor: ha recordado minuciosamente todo cuanto nuestro pensamiento iba recordando, a grandes zancadas, en esta tarde repleta de recuerdos para este cronista, ahora cogido, por las urgencias. Leo lo escrito hasta aquí, y me parece desordenado y vago; pero sigo; Riquer, entiendo que ha dado en la Haga insistiendo de manera magistral (se ha ocupado de todas, todas las vertientes de la obra de Díaz-Plaja) en una faceta del quehacer del escritor ciertamente olvidada en los últimos tiempos, la verdad que sepultada por los públicos resultados de su ambiciosa labor como poeta, ensayista e historiador de la literatura: la del profesor de Instituto de enseñanza media, el catedrático de Lengua y Literatura del Instituto «Balmes». de Barcelona, rector de veintiocho promociones de alumnos en la frágil edad decisoria de la vocación; Riquer se ha detenido en ia valoración de los libros escolares escritos por Díaz-Plaja, modelo de claridad; entiendo que es este un aspecto que debe ser tenido en cuenta cuidadosamente. No sabía como empezar; ahora, no sé como terminar; me acuerdo —acaso por ahí lleguemos al término—, en relación con la evocación de Azorín,de que cuando se dio a Guillermo una cena de homenaje con ocasión de los veinticinco años desde sus primeros pasos de escritor; Azorín envió una bellísima adhesión que-el que suscribe logró interceptar (quiero decir lograr que el maestro me la mandara a mi y no a la montaña dé escritos que la comisión del homenaje recibía), y leer a los postres de la cena como una sorpresa, un regalo; el nuevo académico tiene enmarcada aquella carta, colgada en su cuarto de trabajo, como un, lema y una admiración; porque los de la «generación destruida» enmarcamos cartas y. pese a las audacias, las vanguardias, y demás iconoclostas actividades de los años mozos, sentimos un profundo respeto por los valores que nos precedieron.

José Cruset, La Vanguardia, 7 de noviembre de 1967

Registrador de horizontes

Usaré de su mismo juego de palabras para justificar mi condición de testigo de la época (1930 -1936) a que se refiere Guillermo Díaz-Plaja en su breve, precioso libro Memoria de una generación destruida. El decía, no hace mucho, pizpireto, entre bromas y veras, preguntado, públicamente, sobre la edad, algo así: «Más de cincuenta y menos de sesenta». Pues bien, mi caso –digámoslo enseguida– es el mismo: pero con ciertos matices importantes en pro de los cincuenta que importa señalar, no por dármelas, pobre de mí de «pollo Tejada», a estas alturas, con las generales de la ley en las solapas de los libros, sino para precisar que Guillermo Díaz-Plaja –traducida la cuestión a cursos académicos– me lleva casi la carrera universitaria entera.

Hoy, la cosa no cuenta, trasladada de promoción a generación; somos vecinos con barbas por remojar día más, día menos… Pero entonces, sí. Cuando yo ingresé en la Universidad, pasado el Rubicón de aquellos exámenes de Ingreso establecidos por el ministro Callejo, de la Dictadura, todavía en vigor, ya concluido su mandato, Guillermo Díaz-Plaja andaba, con seguridad, por las pruebas de la Licenciatura, con un pie en el estribo de su Doctorado –Madrid, 1930; era de los mayores. Yo, todavía con el pelo de la dehesa, venía de un Bachillerato encerrado en internado provinciano, un poco in albis de lo que ocurría en el país, en el mundo, con la cabeza llena de inútiles saberes de «Juanito» o, como se diría después, «repelente niño Vicente»; divisando caminos, escuchando voces no oídas, aturdido, en pleno descubrimiento del Paralelo (¡»Bataclán”, “Apolo”…!) con sus pupitres para la gaseosa, de inusitadas baraturas, espectáculo incluido, con aquellas «teloneras» que cantaban, con los estimados acentos sentimentales, «Rosa de Alejandría», entre silbidos y gritos, puente hacia las descocadas en ascenso, ligeras de ropa, para llegar a las «estrellas», intencionadas y picantes cuando la gaseosa vacía llegaba a ser puro símbolo infantil entre el humo de los primeros cigarrillos americanos, comprados a un tuerto de la calle de Ferlandina. «Rosa de Alejandría–muñeca querida…–no te podré olvidar…» ¡Dios mío, qué pequeño, qué lejano todo! El espectáculo empezaba a las tres y media de la tarde. Íbamos, unos por otros, con la comida en la boca, para ganar las primeras filas. ¡Dios mío!

Pronto, muy pronto, pondría yo un anuncio en La Vanguardia –»joven universitario daría clases Bachillerato letras»– y, a la fuerza ahorcan, me empeñaría en comprender, de una vez para siempre, lo que era un adjetivo, la prosapia mostrativa del artículo, y una oración subordinada –que nadie nos lo había explicado del todo.

En la clase de «Lógica y teoría del conocimiento», las chicas –aquellas primeras, o tal vez segundas chicas en la Universidad– me llamarían «el niño fonógrafo», por los resabios, todavía patentes, del ingenuo «Juanito» con ecos de voz blanca, y el traje de monaguillo en el fondo del baúl. Joaquín Xirau contestaba, con claridad y elegancia contagiosa, durante todo el curso la enorme pregunta «¿qué es Filosofía?»; Leíamos el Discurso del método. Intentábamos recordar la definición de la tutela: Vis ac potestas in capite libero… Algunos profesores se extrañaban de que no hubiéramos estudiado «Historia Universal»; a nosotros nos hicieron estudiar «Historia de la civilización española en sus relaciones con la universal»; a nosotros nos partieron el bachillerato, y más tarde la vida, por mitad, testigos de ideas, cambios y sistemas. Así nos luciría el pelo.

Entonces, Guillermo Díaz-Plaja era de los mayores. (Empezaba a ser aquí el maestro joven de la generación.) Las cosas, en esas edades primeras, se ven a escala gigante. En los colegios, los chicos de los últimos cursos parecen, a los que comienzan, personas mayores. La práctica de la enseñanza explica, después, los hechos, al revés: hemos sido, de muy jóvenes, profesores de muchachos que tenían cinco años menos que nosotros; parecían poco menos, hijos nuestros.

Por entonces –la relación con él fue leve– Guillermo Díaz-Plaja tenía libros en la calle –Goya, Rubén–, colaboraciones en El Día Gráfico…; metas para mis soñadas, lejanas, imposibles. Algo había de eso: mucho me quedaba por hacer. El contacto continuado comenzó cuando, ya catedrático del Instituto Balmes (1935), iba yo allí con mis alumnos y mis listas de (?). Hasta hoy.

Memoria de una generación destruida me ha causado una impresión (?); confieso que más que cuando aparecía semanalmente en El Noticiero Universal. El tema, encerrado…

…los hechos una realidad estremecedora. He leído este libro como una vieja carta de familia: lentamente, levantando los ojos, buscando por la memoria viejas cosas, desveladas por la lectura, que ya no sirven; ha sido para mí como una «ventana de papel» por la que me he asomado a lo esencial de mi tiempo, a sus causas desencadenantes; a mi vida; a las características de mi generación, claras y asequibles. Lo he ido recordando todo por entre una niebla: nombres amigos, fechas; cuando el autor evoca el crucero universitario por el Mediterráneo, yo me acuerdo con un dolor actualísimo, de aquel verano del año 1933 en el que yo comenzaba el triste viaje de un año de inmóvil reposo en cama que me convertiría en un ser gordo y triste por dentro; cuando antes de su aventura de llevar el cine a la Universidad, pienso en mis puntuales reseñas del cursillo en el viejo y querido Diario de Villanueva y Geltrú, y me acuerdo, no se por qué con todo lujo de pormenores, de Esencia de verbena, film de Giménez Caballero que se proyectó, en el que Ramón Gómez de la Serna, con chistera, esquivaba pelotas de pim-pam-pum.

Todo lo que se evoca en el libro, de cerca o de lejos, va unido a mi vida. Pero nada de eso vale para un juicio sereno. El libro es perfecto y útil; el idioma empleado –lírico en lo menester, sólo en lo menester– tiene claridades que arropan los hechos, y los ciñen a sus exactos límites. Son unas memorias sin asomo de deleite en la minuciosa recreación de lo subjetivo, moneda corriente en el género; lo personal está dicho en acto de servicio, en función de la voluntad de documento que lo preside todo.

De todos los títulos de la extensa obra del autor, yo elegiría, como significativo punto de partida para una seria valoración de su quehacer: Registro de horizontes. Prescindamos de la estirpe viajera del libro, de su textura de recopilación de verdaderos poemas en prosa, nacidos, por dentro, en La Habana, Amsterdam, Ibiza o Puerto Rico; vayamos más lejos. Registrar –desde lo vital a lo contable, de lo íntimo a lo público– es consignar, de manera perdurable, lo que merece la pena de ser mencionado: lo que vale, cuenta, sirve en sí o como significativo punto de partida, cuyo conocimiento es esencial. Si pensamos un poco, Díaz-Plaja es, a lo largo de su obra, eso: un dirigente registrador de horizontes, lejanías que sabe acercar: un anotador de vertientes, enamorado de las claridades de la síntesis, empeñado en no dar a entender las vigilias del análisis, dejando para manos relojeras la actividad minuciosa, el cuidado de las ramas que surgen de la semilla esencial; es un escritor vigía, como lo fue d’Ors, que va por el mundo, con la mano en visera sobre los ojos, contemplando ideas y paisajes con horizonte al fondo; lleno de proyectos, siempre en acto de futuro.

Memoria de una generación destruida es el «registro de horizontes» hacia atrás–»travelling retro» en idioma cinematográfico tan grato al autor desde los tiempos de Pina Menichelli–; quiero decir consignación de lo válido del pasado, ahora con la suave media voz que requieren los recuerdos, piel por medio; también con la varonil actitud de traer a colación audacias que los jóvenes creen haber inventado ahora, verdades de a puño, errores que se han pagado caros. Todo ello en una primera persona testimonial, con honores de tercera que lo baña todo con sus valores documentales.

El libro es la prueba del feliz enunciado de la generación de 1936 que, sin quererlo del todo, dejó escrito, por mi ventura, Guillermo Díaz-Plaja en el prólogo a mi San Juan de Dios: «Demasiado jóvenes en 1936, fuimos después, de pronto, demasiado viejos en 1939».

Como testigo presencial, doy fe.

José Cruset, La Vanguardia, 13 de julio de 1966

El don de sugerir

…Heureux qui, comme Ulysse, a fait un
beau voyage… i.»
Du Bellay

-¡entre la serra, que porta, mirada enllà,
a la distancia pura, camins ocults,
serpentejants com desigs…
Carles Riba

Anotamos en nuestro cuaderno, sin engarzarlas, sin voluntad crítica, las pequeñas reflexiones que motivan nuestras lecturas; sin voluntad crítica porque no somos críticos, contrariamente a lo que muchos deben suponer al enviarme, tan amablemente, sus libros: carecemos de las condiciones que el menester crítico requiere; nos sentimos incapaces de veredictos y sentencias: a lo más, optamos por la incitación. Muchas veces hemos pensado por lo que sufriríamos si hubiéramos elegido por los nobles, humanos y difíciles caminos de la judicatura; cosa que bien pudo ser, pues hay una edad temprana, presionada por urgencias y hormigueros en los pies, en la que uno busca, más allá de lo que se llama vocación, una fórmula debida, sobre todo, independiente, y firma, como tanto saben, aún sin llegar a tomar parte en ellas, todas las oposiciones, las denominadas «salidas», que su carrera, o carreras, tiene: a veces, simplemente imaginándolo, hemos llegado a sufrir instruyendo las dificultades de toda especie que nos hubieran acometido en el trance de tener que dictar una sentencia. Será por falta de condiciones, o por esa dichosa manera dubitativa que se nos come vivos; pero estamos convencidos de que nos hubiera ocurrido lo del asno de Buridan , o lo que a los mozos del pueblo aquél a quienes sorprendió el amanecer templando las guitarras – malograda la rondalla.

A lo más, como íbamos diciendo, en tocante a libros nos sentimos inclinados a la incitación, a veces, con entusiasmos que, honestamente, consideramos reñidos con el oficio de criticar, que tanta admiración nos causa; criticar o enjuiciar que, en sustancia, es lo mismo. Porque, y es una verdad sabida, algo lleva de nosotros mismos lo que nos interesa y atrae nuestra atención, y las parcialidades, incluso esas inconscientes, por lo que acaba de decirse, tampoco les van a las objetividades que hay que pedirle al crítico, por otra parte, de carne y hueso, como cualquier hijo de vecino.

Hemos anotado en nuestro cuaderno algunas ideas que nos ha sugerido la lectura de Poemas en el mar de Grecia, último libro poético de Guillermo Díaz-Plaja, si no yerro en la cuenta, el decimosexto de los de poesía por él publicados hasta la fecha. Después de leer cuidadosamente, nos ratificamos en nuestra vieja idea de que, considerada, en su totalidad, la extensa obra de este escritor, esquemáticamente, podría rotularse así: Guillermo Díaz-Plaja o el don de sugerir. Y esa facultad, que uno quisiera para sí, abre las puertas a consideraciones sobre su quehacer que nos llevarían a encontrar, en todo él, unas raíces líricas –brevedad, concisión, claridad de las imágenes, descubrimiento de nexos…– que, contemplando específicamente la parcela del trabajo poético habrían de conducirnos a la conclusión de que sus libros de poesía son el resultado de una lucha, en la que ganan las tenacidades de la contención –que él gusta denominar «tensión»–; enconada lucha interior entre las aguas desmandadas de lo instintivo y la geometría de la mente en su intento de darles el cauce de la forma; lo que él ha llamado «la hermosura del ímpetu sometido a la norma», oposición que nos ha parecido lúcidamente expresada en los versos de Carles Riba, con los que hemos querido amparar estas notas.

El abono de estas afirmaciones en torno a la posición estética de Guillermo Díaz-Plaja, a zaga –empleando la expresión orsiana– de la obra bien hecha, encontraríamos abundantes y significativos textos suyos. A ello habría de ayudarnos el tomar en cuenta la condición erudita, profesional que en Díaz-Plaja se da; determinante, en lo poético, de una tendencia culturalista –minoritaria– no privativa, personal, sino característica de la generación poética, la de 1927, inmediatamente anterior a la suya, y, en líneas generales, de una buena parte de la poesía universal, tema, precisamente, de su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua.

Hemos dicho y escrito algunas veces, y creemos que aquí viene al caso, que muy buena parte de los libros de viajes de Guillermo Díaz-Plaja tienen mucho de poemas en prosa; son, de hecho, poemas en prosa: lo son porque están escritos sobre el alambre de esa «tensión» de espíritu y de estilo a que venimos aludiendo; como las «glosas» de Eugenio D’Ors, escritos con patente propósito poético; voluntad lírica; porque, con independencia del tema, las palabras advienen decididas a la más ambiciosa aventura; fluyen pertrechadas de maneras y elementos aptos para la expresión poética; dispuestas a las singularidades del hipérbaton o las novedades expresivas: ajenas a los caminos trillados; enemigas de tópicos; golosas de «correspondencias»; resueltas a la aproximación de lo distante, mediante la difícil, milagrosa adjetivación, de apariencia insólita para el lector no iniciado, al que el propio Díaz-Plaja pide, en su provecho, el esfuerzo que sea menester; la necesidad de una «atención específica» ante el hecho expresivo. Sus libros de viajes, modelo de lo que Azorín denominó «geografía sentimental», de acuerdo con lo que venimos diciendo, tienen una emoción lírica que los acerca, como género al poema en prosa; pero, también de acuerdo con lo que venimos diciendo, hay en ellos una interpretación culturalista de los paisajes; porque toda geografía, aparte de las emociones de lo natural, está ligada a unas circunstancias históricas. Lo que tal vez merezca la pena señalar aquí es que el viajero (… «Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage»…) es, en todos los casos, un poeta que viaja; un gozador de las cosas del mundo –con esperanza y melancolía en el zurrón– : cosas que, en un momento dado, se especifican, toman nombres de ciudades, o países. Sus libros de viajes, siempre poéticos, están escritos en prosa (como Cartas de navegar, por ejemplo, con el significativo subtítulo de «Pequeña geografía lírica»); o, libros de poesía hecha y derecha, en verso: Las elegías de Granada, Segundo cuaderno de sonetos, El arco bajo las estrellas, La soledad caminante, América vibra en mi, Poemas de Oceanía; y, ahora, en estos días, Poemas en el mar de Grecia.

Veamos: (de Cartas de navegar, libro en prosa La Habana:… «Al caer la tarde hay un momento augusto en que el Malecón se queda dormido. Las palmas se inclinan dulcemente a la brisa Caribe y el asfalto brilla de un modo extraño. Llega un olor fuerte de sal y axila y el poniente adelgaza los colores…»; o (Xauen):… «¿Por qué te reías tú tras el mirador y vosotras, todas, cuando al volver del manantial enfilamos la callecita azul-blanca de vuestro dueño? Parecía que estábamos otra vez en el manantial, pero ahora el agua era de plata. ¿Y por qué te reías tú? ¿No habías ido al baño con tus compañeras, muy envuelta en tu jaique, el ojo avizor, negrísimo bajo la poblada ceja, a través de las azoteas tan blancas bordeando los rojos tejados alpujarreños? ¿No te había visto yo en la Escuela de Tapices, junto a la maestra de Sidi Ifni, a través de la urdimbre blanca y verde, por la que tus dedos ágiles parecían modelar una melodía de arpa?

Veamos ahora (de América vibra en mí –libro poético):

…Pero una gracia virreinal me llama.
—Dios te salve, Perú.
Los miradores
de tus balcones de madera antigua
quieren verme pasar…

Prosa o verso, está claro, con la misma «tensión lírica.

En «Poemas en el mar de Grecia», advertimos una más acusada melancolía; un equilibrio de la madurez teñido de irreprimible tristeza; una gravedad; el asedio de los temas esenciales:

…Todo nuestro existir es un eterno
retorno a Ítaca, a la secreta, vital, originaria
ternura de Penélope, que es a un mismo tiempo
fuego de entraña, radical presencia…


Penélope es eterna. Nos llama a su regazo,
es la seguridad estricta del retorno,
la clave de existir de los insomnios
tenaces del errático Odiseo…

Las preguntas sin respuesta, más dolientes en la edad madura; desde siempre, ahora, «ubi sunt»?; (de «Cuadernillo de Rodas ») :

…¿dónde los capitanes?, ¿dónde los caballeros
que en las nueve lenguas de Europa
gritaban en los bastiones su fidelidad a Cristo?…

El tiempo barre las cosas; dolor del ser que ya no somos…;-el tiempo… «El viajero recuerda su primera visita a la Judería de Rodas»: ¡Luminosos claros recuerdos del juvenil amante año 1933, descubrimiento de Grecia por el poeta!;

…Este que ya no soy y soy yo mismo
(mil novecientos treinta y tres)
caminando la judería
de Rodas al atardecer…


Soy un fantasma de mí mismo
recordando un atardecer
en la judería de Rodas,
mil novecientos treinta y tres…

Advertimos, también, su reiterada, según hemos visto, tradicional adhesión a las arquitecturas de la mente, gobernadora de vida y obra; (de Ucronía):

…¿No hay, al desangrarse la tarde
sobre los propileos del color de la rosa,
algo así como la signatura del hombre
razonante, la prodigiosa perfección del logos?…

De «Cuadernillo de Creta» («El hilo de Ariadna»):

…Sólo en el laberinto de Cnosos
he aprendido a conciencia
el nombre del hilo de Ariadna:
se llama inteligencia.

Perfección del Logos; fidelidad al Logos; (de «Cuadernillo de Efeso»):

…Yo sería yo
y mi blanca túnica
de hombre de la Hélade
que rezuma
fidelidad al Logos.
A pesar de las ruinas…

Advertimos, también, en este bello libro de Guillermo Díaz-Plaja, como una llamada; una madura convocatoria a lo que Grecia encierra de consigna para los hombres del Occidente Y en efecto, acaso, en esta peligrosa hora de la vida humana sea preciso volver los ojos a Grecia, que supo dar forma a la vida que late en el hombre, a sus prodigiosas, heroicas cualidades someterlas a mesura. Volver los ojos a Grecia, «…Pues ahora de nuevo como hace milenios la torva amenaza se cierne ante el hombre…» ¿No aprendimos de Grecia «la hermosura feliz de ser hombre? :


…Porque:

Sólo Grecia ha enseñado
a contemplar al hombre cara a cara.

José Cruset, La Vanguardia, 10 de febrero de 1973

LA CAMPANA DEL TIEMPO

Notas a un aniversario

Nos apuntamos a los aniversarios; cuando suena la campana del tiempo, acudimos con diligencia; creo que no hará falta mucho para convencerles a ustedes; de todo ha de haber; yo sé bien que, a más de uno, esta triste historia del tiempo transcurrido le parece música celestial; según ellos, hay que sacar tórax, atender al presente y prospectar el futuro. No cabe duda de que la receta, si bien se mira, es ortodoxa y válida; pero ha de haber de todo, como se decía; cada cual es cada cual; y, además, aquello; lo del -cristal con que se mira; bueno: no se trata, aclaremos las cosas, del cómodo e inoperante «cualquier tiempo pasado fue mejor»; no se trata de eso; eso —también tiene sus adictos— es sentarse a envejecer, a la sombra del árbol de lo pretérito; habrá que decir que quienes practican esa suerte de deporte inmovilista, engordan; engordan espiritualmente, que resulta ser lo peor que pueda ocurrirle a los de la especie humana; y, sin remisión, engordan el pasado; hinchan el perro, como dijo Cervantes, con gracia que, después, pasó a ser de público dominio; lo hinchan; quiérese decir que procuran la almibarada mentira sentimental, o la heroica, que algunos boquiabiertos creen a pies juntillas, y suelen transmitir, por tradición oral, logrando hacer polvo la pequeña historia que los hombres llevamos a cuestas, en un macuto que, en ocasiones, como haya tiempo, se convierte en giba.

Lo que no tiene vuelta de hoja es que el pasado cuenta; en eso, creo yo, existe general acuerdo; ¡que si cuental Lo que ocurre es que para unos más que para otros. Y no cuenta tan sólo como evanescente actualización de lo que, más de una vez, se dio como pasado a la historia, sino como explicación del presente, e instancia del porvenir. Dice Unamuno: «… con maderas de recuerdos armamos las esperanzas»…; dice más: «… se vive en el recuerdo y por el recuerdo, y nuestra vida espiritual no es, en el fondo, sino el esfuerzo de nuestro recuerdo por perseverar, por hacerse esperanza, el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir »… Lo de los polvos y los lodos que suele decirse cuando las cosas van mal dadas, debiera tener una versión para lo positivo.

Nos apuntamos a los aniversarios; hoy, al medio siglo de artículos (1924- 1974), de Guillermo Díaz-Plaja, cifradamente evocado por él en un bello escrito aparecido en estas columnas; patente prueba de la vigencia del pasado; un bello escrito obediente; con emoción bañada en rubor, a la poética consigna: «… vuelve hacia atrás la vista, caminante…»

Nos apuntamos a los aniversarios, con tristeza; porque nos gusta la vida desenfrenadamente, y comprendemos, estremecidos, las verdades que se actualizan cuando suena la campana del tiempo.

Nos apuntamos, en nuestra calidad de testigo, al íntimo aniversario de Guillermo Díaz-Plaja. De testigo de una Incesante actividad, premiada con las más altas cotas; testigo, hoy —nos lo notamos— vacilante, porque cuesta explicarse cuando el pasado se nos pone en jarras, frente a la mesa de trabajo, pidiendo audiencia, y hay que ir al grano.

Guillermo Díaz-Plaja, por si algo faltaba, no necesita adjetivos; necesita las morosidades del libro, las aclaraciones a pie de página; no las forzosas telegrafías de la crónica; ya que la síntesis —que él adora— no vale, para definirlo, y menos aquí; la síntesis que Díaz-Plaja ama; de la flecha a la sinopsis; de la claridad al meollo, lección provechosamente aprendida en las pautas francesas que tantos beneficiarios silencian, y Díaz-Plaja proclama, con la cabeza muy alta; ¿estamos?.; «¿me sigues?», como dice Juan Ramón Masoliver cuando se pone manos a la obra. La síntesis resulta difícil para compendiar a Guillermo Díaz-Plaja: tan vario, tan ancho de contemplaciones, tan amigo de horizontes y su reducción a corcho y mariposa; tan en las «correspondencias», a lo Baudelaire, pero en los predios que limitan al norte con el hallazgo, y al sur con la erudición —menester, al cabo, más al alcance de todas las fortunas—. No le va la síntesis, porque, intentando dibujarlo con urgencias, la casa se queda a medio barrer; porque es movedizo, vario, curioso, hondo, sugerente, indagador, terco en la búsqueda, incansable, y, además, sagaz; porque cuesta seguirle en su destreza de avizorador —viajero, lector, de cine, teatro, poesía, novela, ensayo; interminable; clásico y novísimo—. Reparad —y que Dios me perdone por hurgar en su intimidad más flagrante—: en Mallorca (no digo ya en Cadaqués, en Madrid, en Barcelona, otrora en Llavaneras, o donde sea…); digamos en Mallorca; en Mallorca, todas las apariencias son de vacación y reposo; en su mirador marinero de «Los mascarones» —lejos y cerca de la Palma bullente—, todo tiene aire de calma y mar brillante; pero, no crean; Mallorca es para Guillermo Díaz-Plaja, atalaya, rincón de febriles pensamientos; zambullirse en el mar, como quien dice, al alba, encerrona monacal,con resultado de artículos, libros, cordilleras de cartas; también libros ajenos vistos, en su plenitud, por el rabillo de un ojo clínico, orsiano, descubridor de lo esencial; a tiro hecho, sin delectaciones en lo accesorio; Palma es todo eso, y más; todo, incluso el reestreno de la película que le llama la atención en Madrid, o en Florencia; todo, con un pensador detrás; un maestro; un viajero impenitente.

Pero lo que yo venía a aclarar aquí, porque él, en su escrito, lo dice a medias, es que la ciudad en la que Guillermo Díaz-Plaja publicó su primer articulo es Gerona; él, entre cifradas alusiones y nostalgias, no lo dice; fue en el año 1924, en Gerona (Aquel 1924 del nacimiento del surrealismo, La montaña mágica, de Thomas Mann y los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda…) Gerona («Gerona fue mi adolescencia») es una de las ciudades con las que, en los primeros años de la vida, han de entendérselas sus ojos de hijo de militar, como Víctor Hugo; de un lugar a otro; ciudades en las que el futuro escritor, a golpes de paisaje y circunstancia, se va configurando. Las ciudades de Guillermo Díaz-Plaja son, por orden de aparición: Manresa, donde, en el número seis de la carretera de Cardona, nace; puramente lugar de los primeros «papeles de identidad». Después, Barcelona, una Barcelona provisional, la de la enseñanza primaria en los escolapios de la calle de la Diputación —Parque de la Ciudadela; conos de nata sobre hojas de col; chocolate con bizcochos en la calle Petritxol, y unos extraños tranvías con aire de diligencia, tirados por mulas; el fotógrafo de la época es «Napoleón»; el poeta Joan Maragall conoce a unos nuevos escritores que van a ser los del 98—. Después de esa Barcelona primera (la definitiva llegará después de Melilla y Lérida), le toca el turno a Gerona; a Gerona es destinado don Francisco Díaz Contestí, al ascender a comandante. «Gerona fue mi adolescencia». La adolescencia, una llegada envuelta en brumas, y buena parte del bachillerato; los maristas llevan a los chicos al instituto de segunda enseñanza; en él profesa Rafael Ballester y Castell; Rafael Ballester y Castell es un adelantado que nada tiene que ver con lo que, en tocante a enseñanza, se lleva, tristemente, en la época; es un catedrático de Geografía e Historia deslumbrante; acerca el pasado, lo vivifica y lo hace asequible a las mentes de los muchachos que componen su auditorio: «Per mi fou un home enlluernador…».

En Gerona, en 1924, se produce el hecho que festejamos; el primer artículo —lirismo adolescente—cuyo título es «Poema del amanecer»; ese primer artículo que se tiene guardado como el retrato de la primera comunión. Es el comienzo; entrar en fuego; romper el hielo; sentir una alegría a pocas cosas comparable.

En Guillermo Díaz-Plaja, el primer título de una de las más extensas bibliografías del país; que va desde aquel Epistolario de Goya, que mereció el regalo de una glosa de Eugenio d’Ors, a un importante libro sobre el «Novecentismo» —que imagino, a estas horas, en prensa—; ambicioso intento de poner en solfa unos acontecimientos estéticos que siempre anduvieron dispersos, en medias tintas, medias lenguas, y alguna que otra Ignorancia.

… Bueno… Lo que yo quería, sin meterme en harina, es, querido Guillermo Díaz-Plaja, poner mi cuarto de espadas en tu aniversario; y darte la enhorabuena. ¡Cómo pasa el tiempo, mi buen amigo! ¡Dios nos pille confesados!

José Cruset, La Vanguardia, 25 de mayo de 1974

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