Carlos Sentís
Aquel joven del 35
Universitario hasta la médula -quería introducir asignaturas sobre el arte cinematográfico cuando no había salido de la Facultad- sostuve frecuentes contactos con él a través de la información que para mi sección periodística de La Publicitat mantenía en la propia Universidad barcelonesa. Aun sin eso le hubiera visto igual en la biblioteca del Ateneu Barcelonès donde, entre bromas y veras -era entonces muy alegre- Guillermo Díaz-Plaja escribía de continuo. Tengo para mí que habrá escrito en su vida más que el Tostado y para superar esta marca forzosamente tenía que empezar muy joven. Circulaba con gran desenvoltura entre los inclinados pupitres del Ateneu de paño verde, como de billar, con manchas de tinta. Apenas doblados los veinte, ya cubría las dos vertientes -Barcelona, Madrid- que han sido las suyas hasta la víspera de ingresar en la clínica. En el Ateneu lo mismo hablaba de un artículo para Mirador con el inolvidable Just Cabot, que discutía temas poéticos con un Rosselló Pòrcel, cuyas gafas montaban sobre una cara marcada de acné juvenil. A veces desaparecía del Ateneu durante unas semanas.
Estaba en Madrid donde fue, por aquellas fechas, el joven escritor catalán mejor acogido. Diría más: el único asumido. Fue entonces también un escritor bilingüe. Escribió hasta su desaparición (¿1933?) en la Gaceta Literaria y, a renglón seguido, el prólogo para un libro de Azorín.
¿Cuándo y cómo pasó Guillermo de su condición de estudiante a la de profesor? O fue su metamorfosis tan veloz como la de una mariposa o no existió realmente tránsito alguno. Fue siempre un estudiante aplicado a sus temas y nació casi con la toga puesta. Tengo sobre mi mesa una breve entrevista que hice para el diario L’lnstant, del 10 de enero de 1936. Había motivo: acababan de darle el Premio Nacional de Literatura bajo un jurado compuesto por Pío Baroja, Antonio Machado, Ángel González Palencia y Pedro de Répide.
En el preámbulo de mi entrevista, yo elogiaba su edad -26 años- porque un verdadero escritor nunca es demasiado joven ni nunca demasiado viejo. Hay que desconfiar de los que blasonan de juventud, porque ésta, además de su provisionalidad, es una condición al alcance del primer llegado… o del último en llegar.
Lo que destaqué de Guillermo fueron sus tres logros en un mismo año, un récord de campeón todo terreno. En el mismo 1935 había ganado, con el número uno, la cátedra de Literatura del Instituto Balmes, el Premio Nacional antes mencionado y, finalmente se casó, lo que tampoco está mal. Debido a este último “premio”, estrenaba piso. Lo denotaba el olor a ebanistería o perfume de su mesa de trabajo: madera de raíces de cerezo. Cuando me despedí le dije: “En este umbral del 1936 no te deseo mejor año que el pasado”. ¡Poco podía pensar yo que mi deseo se trocaría en espantosa realidad, no sólo para Guillermo sino para todos los españoles!…
Y pensándolo bien e incluso dejando de lado la Guerra Civil y sus no menos desagradables consecuencias, lo cierto es que la vida literaria de Díaz-Plaja no mejoró aquel 1935 de gratos y nostálgicos recuerdos. Cierto es que su vida de escritor ha navegado con la regularidad de un crucero. No experimentó, sin embargo, hitos especiales salvo el tan importante de su ingreso en la Real Academia en el 1967. Pero no es comparable su último Premio de Cultura Hispánica con aquel obtenido a los 26 años con la pasmosa facilidad de los elegidos. Su trabajo -la inspiración surge de los codos- ha sido incesante. Guillermo ha visto caer las hojas de sus libros como otros las de un mero calendario. Al través de los años adquirió mucho peso oficial y hasta específico.
Sin embargo, yo me quedo para hoy y para mi recuerdo, con aquel joven de peinado planchado y leve bigote negro, que un día salió de la añorada biblioteca del Ateneu Barcelonés para alcanzar una corona en Madrid con la facilidad -aparente- con que saltaba el ingrávido Nijinsky o, más últimamente, su compatriota Nureiev.
Carlos Sentís, La Vanguardia, 29 de julio de 1984.