Baltasar Porcel

Baltasar Porcel

Ejercicio de contabilidad literaria

Una sencillísima idea que sustento se refiere a que sólo en una sociedad económicamente sólida puede producirse una cultura poderosa. Quizá recordará el lector que media docena de semanas atrás y en esta misma página polemicé sumariamente sobre el asunto con Guillermo Díaz-Plaja, el cual afirmaba, por contra, que la adoración del becerro de oro —como él decía— apartaba al hombre de la dedicación cultural. Esta es, que diría un economista, la infraestructura del ejercicio de contabilidad literaria que pretendo ejecutar ahora. Porque hace pocos dias que Guillermo Díaz-Plaja ha vuelto sobre el tema, en «El Noticiero Universal», a propósito de publicar allí la crítica de un reciente libro mío, «Viatge literari a Mallorca», que reúne un centenar de textos de diversos autores y que tratan de la isla —crítica, la del profesor Díaz-Plaja, que agradezco tanto por lo que en ella se dice cuanto por llevar, exactamente, su firma—. Razona, entre otras cosas, Díaz-Plaja: «Significa tan escuálida lista de nombres vigentes contemporáneos (entre los antologados por mi), especialmente mallorquines, una cierta laxitud en el entusiasmo literario que tan bien representan los autores del siglo XIX y la primera mitad del XX. La idea de Porcel de que sólo la existencia de una sociedad satisfecha desde el punto de vista económico podría sostener y estimular un quehacer literario queda desmentida, pues, por esta estupenda afloración de escritores representantes de una sociedad no sugestionada por la quimera del oro y con más tiempo para el paladeo de los goces del espíritu. En efecto, los literatos mallorquines presentes en este resumen son Miquel dels Sants Oliver, Mariano Aguiló, Gabriel Maura, Bartomeu Ferrà, Miquel Forteza, Llorenç Villalonga, Joan Alcover, Pons y Gallarza, Mateu Obrador, Costa y Llobera, Gabriel Alomar, José María Quadrado, Llorenç Riber, Maria Antònia Salvà, Salvador Galmés y Miquel Ferrà (y, añado, Joan Rosselló de Son Fortesa, Bartomeu Rosselló-Pòrcel y Antoni Maria Alcover, que quizá se saltara el linotipista). Todos ellos están encuadrados en el límite cronológico que he marcado antes y estoy seguro que Baltasar Porcel no podría encontrar en la literatura de veinte años a esta parte un cuadro de valores que se le parezca ni remotamente».

Bien. Aun a riesgo de que Juan Ramón Masoliver siga llamándome «tábano socrático» y «pugnaz» desde su columna editorial, creo que tengo la obligación, y sin duda me inclina a ello la devoción, de intentar devolverle la pelota al nuevo académico de la Española. Y es que, de entrada, no puedo aceptar este chaparrón de nombres ilustres, nada menos que diecinueve, formando un tremendo bloque homogéneo, que Guillermo Díaz-Plaja me ha echado encima. No puedo aceptarlo… porque no existe.

Dinero y cultura

No quisiera meterme en exageraciones, pero pienso que en los países donde se alcanza un grado superior de riqueza se consigue, también, un mayor nivel cultural. Espiritual, en definitiva. Lo cual viene a ser más o menos lo contrario de lo que afirmaba Guillermo Díaz-Plaja en su artículo del pasado miércoles —que, a su vez, se refería a otro mío, anterior— al decir que «desde la Biblia sabemos que la noble tradición del Espíritu se acompasa difícilmente con la adoración del Becerro de Oro». Entendiendo por el becerro mosaico, claro está, al «poderoso caballero es don Dinero», que versificaba Quevedo, y que «diners fan avui al món lo joc», como ya advertía Anselm Turmeda seiscientos años atrás.

Mi falta de fe en la pobreza como fuerza sociológica por vía evolucionista es total. Una sociedad depauperada puede fabricar genios, llámense Goya o Dostoievskl, pero siempre serán figuras solitarias, a contrapelo de su contexto. Para no hablar ya de zonas como la científica, para cuyo desarrollo es Imprescindible la riqueza material con que montar laboratorios y sufragar experimentos. De hecho, el itinerario cultural de Occidente sigue una pauta evidentísima: primero, la expansión comercial que comienza a percibirse con claridad a partir del año 1000 y que culmina con el formidable movimiento mercantil del Renacimiento; después, el proceso de la maquinización y del racionalismo dieciochescos que desembocan en la revolución industrial. Y todo ello bajo un signo incuestionable: la apertura de compás social, el acceso paulatino a la riqueza por parte de una masa cada vez más vasta de personas. Es igualmente un juego de la mente y del instinto el practicar el comercio, el perfeccionar ingenios mecánicos, el escribir una novela y el ejercer de profesor universitario. El juego, sin embargo, requiere libertad y seguridad, sin las cuales apenas si son realizables operaciones industriales o culturales. A riqueza y cultura hay que añadir democracia política. Esta es, al menos, la historia de la Europa occidental.

Europa ésta que es, en el grado que se quiera, la nuestra. La del Este, que en general estaba más sometida a un estatismo de fuerte enraizamiento medieval, ha seguido unos caminos absolutamente distintos. No obstante, el sentido básico de la política de Kruschef, una vez derrocado el feroz monolitismo estalinista, tendía a la Iiberalización en el orden cultural, político y de bienes de consumo. Y la meta final del comunismo no es otra que la de instaurar aquellas arcadias con que soñaban pensadores y obreros decimonónicos. Así, los presupuestos soviéticos dedicados a la instrucción pública —que parece ser están en cabeza, o poco menos, de este tipo de inversión cultural en el mundo de hoy— han ido aumentando a medida que lo hacía la industrialización del país.

Estos presupuestos me habían inclinado a creer que en Mallorca la industria turística crearía una nueva burguesía, la cual revitalizaría la conciencia y la cultura autóctonas. En esta misma página publiqué, el 20 del pasado noviembre, una reflexión sobre el tema, que titulaba «Una nueva clase». En Cataluña, durante el siglo XIX, crece una revolución industrial que va construyendo una dilatada burguesía que, paulatinamente, se convierte en la clase social más potente del Principado, la cual, en lógica consecuencia, segrega un movimiento cultural que se expande con magnífica esplendidez literaria. El Novecentismo —desde Prat de la Riba a Ors, de Fabra a Carner— es su momento máximo: burguesía, economía y cultura forman un vértice alto, importante. Mallorca, de la Renaixenca sólo recibe los ecos literarios, por cuanto no ha existido en la isla ningún gran cambio de clases sociales ni se ha formado una nueva y recia clase media. No ha existido revolución industrial. El aliento de la Renaixenca queda limitado a intelectuales, gente de profesión liberal, eclesiásticos y algún propietario rural. El común del país apenas si lo percibe.

Pero llega el turismo. En 1950 se presentan en la ínsula 98.081 turistas; en 1966, han desembarcado 1.095.988 de dichos individuos, que se alojaron en 1.170 hoteles. A su alrededor, han proliferado los mil y un negocios: tiendas, bares, empresas constructoras, transportes, etc. ¿No iba a crear este alud de riqueza una nueva clase? Sin duda. Y, como toda nueva clase —fuere la nobleza medieval, la burguesía renacentista o el partido comunista ruso—, construiría unas plataformas ideológicas y culturales que fueran, a j un tiempo, sus columnas y sus servidores. Pero aquí es donde, hoy por hoy, se ha declarado un fallo estrepitoso: no sólo no ha pasado nada positivo, sino que incluso se ha acentuado la decoloración de los rasgos indígenas.

El fenómeno, a mi modesto juicio, se debe a la escasa consistencia económica de la nueva clase. Si la debilidad que en más de dos ocasiones ha manifestado la burguesía catalana se debe a su carencia de industria pesada y de grandes complejos económicos, ¿qué proyección puede tener esta burguesía hotelera insular, cuyas arcas se han revelado de una parvedad casi aterradora? De un lado, el capital exterior y extranjero domina una parte de enorme envergadura de cuantas urbanizaciones y hoteles existen. Del otro, el turismo masivo y la anarquía en el crecimiento han llegado a crear un mercado donde la oferta es superior a la demanda, con la consiguiente disminución de la rentabilidad: hogaño se ha ganado menos dinero que en 1966. La nueva clase, pues, no es una burguesía fuerte. Es, sólo, un extenso grupo de comerciantes que luchan a la desesperada para sacar cabeza.

Sobre esta argumentación apoyé el artículo que motivó la respuesta de Guillermo Díaz-Plaja, quien cree que «el aluvión turístico… no solamente ha tenido fuerza para inundar y borrar sus rasgos distintivos y tradicionales, sino, lo que es peor, ha hecho naufragar la espiritualidad tradicional de los indígenas bajo el señuelo del dinero fácil e inmediato». Díaz- Plaja sustenta que ese montón de dinero es la causa del naufragio. Yo me atrevo a sostener que es, precisamente, la pequeñez del montón de dinero lo que impide la revitalizadón. Sea como fuere, lo categórico es la realidad de la situación, acéfala, pobre y desnaturalizada. Guillermo Díaz-Plaja, que pasa sus vacaciones en Mallorca, donde este verano ha preparado su discurso de ingreso a la Real Academia, ha podido constatar sobre el terreno lo difícil y grave del problema, al igual que yo, que cada tres o cuatro meses acudo a la isla. Problema en el que ambos, aquí sí, estamos plenamente de acuerdo. Quizá si yo cumpliera una vieja promesa de dar a conocer al autor de Las estétiicas de Valle Inclán, todo el cantón del poniente mallorquín —mi pueblo Andratx—, palmo a palmo, quizá entonces un acuerdo total, o el acercamiento de mis pequeñas ideas a las suyas, se produciría. Mientras tanto, discurre el diálogo

Baltasar Porcel, La Vanguardia, 17 de septiembre de 1967.

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