Ángel Valbuena Prat
PRÓLOGO
Al frente de este libro, a la vez teórico e histórico, de Guillermo Díaz-Plaja, se me han pedido unas palabras de crítica o semblanza. El autor no las necesita, ya que es uno de los escritores españoles de más relieve y personalidad. Catalán, español, con el dominio de sus dos lenguas, la nativa y la castellana, viene a ser, según ya dije hace muchos años, como un nuevo Eugenio d’Ors de la generación de 1927, siendo de los más jóvenes de ésta. Guillermo nace en Barcelona, el año 1909, y es por tanto nueve años más joven que el que esto escribe, que tampoco es de los mayores de aquel grupo que se asoció a la fecha del tercer centenario de la muerte de Góngora. Fecha feliz, sólo en lo momentáneo, ya que algunos de los sobrevivientes de ese momento ven muy distinto su entusiasmo gongorino, respecto a lo que fue en el instante de la «poesía pura», de la mera imagen, de las revistas vibrantes de forma, en las diversas modalidades regionales, escándalo de burgueses y ceño fruncido de académicos. Guillermo, escritor bilingüe, aparece en el sector de Cataluña entre una gran floración de poesía nativa y prosa artística, y se forma en un momento propicio a la integración total hispana. Levantino, mediterráneo, como d’Ors, acreditó el temblor de su mar y sus costas en un bello libro de viajes, de plena juventud, escrito en su lengua materna. La familia Plaja, vinculada a Gerona, trae para mí resonancias de amistades familiares, recuerdos caros de la ciudad del Ter y la catedral de portada majestuosamente romana. Su obra principal y más extensa está en castellano, como este libro, y acredita a la vez al erudito, al creador —ensayo y lírica— al divulgador, al pedagogo y al teórico y crítico. Los libros de prosa fragmentada son como el nuevo «glosario» de una investigación y visión amplias y universales. Desde muy joven dejó una extensa obra desparramada en diarios y revistas de Madrid, en que luce, junto al documento crítico, el ágil escritor de galas decorativas. Su libro incipiente sobre Rubén Darío, acredita su dicción creadora, su mirada a todo el mundo hispano, y el culto en que nos formamos todos los de su generación. Rubén abrió nuestra sensibilidad a un mundo sonoro y universal, bien diverso del localismo de novela realista y aun de la crítica del 98. Díaz-Plaja fue, desde su comienzo, un ensayista a la vez sólido y brillante, y se fijó lo mismo en temas del Romanticismo y el Barroco que en los valores intensos de la entonces «nueva literatura». La ficha histórica y el panorama crítico se unían en cada obra, en cada ensayo, en cada historia literaria o preceptística. Brillante triunfador de oposiciones, su labor profesional, a la que hay que añadir las conferencias y cursillos universitarios, le constituye en un caso más del catedrático-escritor, del poeta que da vida personal a cada enseñanza. A la vez, es un antologista feliz y un literato atento a las otras formas del arte, como en su Epistolario de Goya, publicado el año siguiente al que da nombre a nuestra generación. Desde su volumen de Lírica española, en la «Colección Labor», de Barcelona, Díaz-Plaja entra en la plena madurez de crítico y escritor. Hasta el momento que representa el presente libro su obra adquiere la máxima nota que recoge su ambición acogedora, su densidad interna, su logro estilístico.
Al comienzo de la «Introducción» del presente libro hay una referencia d’orsiana, que marca un signo aludido. Es el mismo espíritu el que se revela en otro párrafo díaz-plajano, expresado bellamente: «He creído y creo, firmemente, que el rigor erudito con que se procede al análisis de los problemas de detalle que nos aguardan con su enigma, no debe hacernos olvidar la necesidad de remontarnos a las síntesis ambiciosas capaces de darnos el tono y la temática de nuestro pasado literario. En esta síntesis, el aparato erudito debe quedar —con una elegancia que llegue hasta la abnegación— oculto o en tal forma diluido, que no empalague o estorbe a la visión». Vemos aquí los elementos fundamentales de la crítica de Díaz-Plaja; un rigor erudito para los problemas, hasta en los detalles, pero la elevación, el salto a la síntesis más ambiciosa, llegando hasta la ocultación de aquel rastreo del investigador, para que los árboles no oculten el bosque panorámico. Por esto destaco siempre su mencionada Lírica española, los dos aspectos se hallaban allí. Pero su visión, por ejemplo, de la poesía barroca, la modernista, o la de sus coetáneos, un tanto más maduros del 27, produce una obra perfectamente escrita, útil para la consulta, y bastante saqueada, por los que callan sus fuentes cuando les parece que son de un «manual». En efecto, «manuales» se llaman, hasta en la Editorial estos volúmenes de «Labor», pero hay algo más de primera mano, más personal que su organización de esa época en que «poesía pura», «neo-popularismo» y evasiones ya superrealistas se juntaban en una generación que ponía por ídolo a Góngora. Mi aportación, reconocida por el buen amigo Díaz-Plaja, iba más al fondo del Barroco, y por eso para mí esa fecha (1927) es la de mi primera voz de «la vuelta a Calderón»: el Calderón, barroco y eterno, adaptado a los románticos y, hoy, a tanta problemática del existencialismo.
Entre sus libros de ensayo, Díaz-Plaja iluminó caminos y problemas en colecciones como El arte de quedarse solo… (1936), de garboso título o La ventana de papel (1939), libros panorámicos y rápidos, como un centelleo de agudas saetas, como una crítica sinfonía inacabada. Sugieren, iluminan, piden la última palabra, el enigma que aguarda y pide solución. En el aspecto entre lo ensayista y lo profesoral sigue y completa la línea su Introducción al Romanticismo español, publicado ya en 1936. Su ensayo, a la vez coordenado y audaz, aparece en un libro interesantísimo, adivinador y abierto a la polémica a la vez: El espíritu del Barroco, de 1940. Su fecunda sugerencia se revela en la extensión mayor que la de este libro, de un análisis del Padre Hornedo, que discute sus puntos de vista. Lo del posible fermento judío para
explicar parte del Barroco español, es tan sugestivo, aunque en algún aspecto pueda rectificarse, que entra hoy en una temática amplia en la explicación de todo el problema de la gran cultura española. Lo estético predomina en El engaño a los ojos, de 1943.
Desde este medio siglo, su obra más erudita y concienzuda a la vez —investigación y síntesis— es su Modernismo frente al 98, que constituye un luminoso hito en la carrera triunfal del crítico aclarador. Me es grato que haya yo sido uno de los primeros, sino el primero, en «discriminar» modernismo y 98, cuando la confusión, por la coincidencia cronológica, daba lugar a tantos fenómenos de visión. Pero más que en mi Poesía española contemporánea, citada, en nota, por Guillermo, ha sido en mi Historia de la Literatura donde la agrupación por capítulos y títulos queda bien patente, desde su primera edición. Mi «Poesía» no podía dejar claro el problema, ya que se trataba, como digo en su prólogo, de lo que se pensó como estudio a una antología en que los ejemplos de las obras que iban a incluirse, aun de autores de cronología y tendencia realista aproximable al «paisajismo» del 98, exigían una agrupación. El libro de Plaja deja muy claro, con toda clase de referencias a fuentes y autores preferidos, estilo, temática, lo diferencial, desde su esencia a la forma, entre los autores del modernismo y los encuadrados en la generación del 98. El fenómeno, universal en lo primero, nacional en lo segundo, pero cada uno en su peculiar expresión, queda bien aclarado y separado en esta a la vez extensa y enjundiosa obra. El caso del modernismo catalán, en arte y letras, tan perfectamente conocido por el autor, desde su propio campo, aclara el caso de los autores de lengua castellana. Esto no excluye los contactos, evidentes, entre autores de la misma cronología, pero en los que predomina definitoriamente una actitud o estilo, contrapuestos. Lo mismo ocurrió siglos antes entre culteranismo y conceptismo, también estudiados por el autor en otras obras.
Sus libros sobre Basterra, otro destacado en mi Poesía contemporánea, ante la extrañeza de muchos, y muy valorado por d’Ors, sobre García Lorca, entre diversos libros de divulgación y erudición, estética y ensayo, llegan a la obra presente en que lo histórico —en luminosa síntesis— y el detalle, cuando es preciso, se coordinan tan clara como aleccionadoramente.
Pero queda el aspecto de Díaz-Plaja como poeta. Su fina sensibilidad se reveló en su Primer cuaderno de sonetos, «Colección Isla» 1941, en que encierra estructuras, para lo plástico y lo ágil reunidos, como las composiciones Ángel, Guante, Estatua; los tres títulos y temas significativos: el afianzamiento de la escultura, la elegancia del guante, el salto infinito de un ángel, a su vez encuadrado en una línea que hace pensar en el paso de Miguel Ángel a Salzillo.
En su poema Vencedor de la muerte (1953) ha recogido su obra en verso hasta esa fecha, y su peculiar dominio de las formas clásicas se une a la viva emotividad, que muchas veces parece cerrada y oculta pero que «mana y corre» por dentro. Las composiciones en metro libre dejan la evasión en su pleno vuelo. No falta el soneto acabado o la fusión de lo intelectual y lo candoroso, en sus cantares infantiles, como esta preciosa Canción de Aurorita en que parece unirse un villancico de Góngora a la maestría elaborada de un Paul Valéry, un Carles Riba o un Guillén castellano:
«Aurorita, cascabel, dónde escondiste el clavel? Lo guardaste en la mejilla? Está en tu boca pequeña? (Una dulce luna sueña pintada en laca amarilla) Que te va a llevar el duende! Dónde pusiste la flor? (Un pequeño ruiseñor sus alas chicas extiende) Flor, sonrisa, luna, miel, Dónde escondiste el clavel?
A su vez, sus estudios en revistas, sobre todo la del Instituto del Teatro que dirige en Barcelona, sus escenificaciones y direcciones dramáticas, las obras escogidas, los actores seleccionados en los medios de la auténtica, afición y competencia, no profesional, han dado resultados magníficos. Sus buenas realizaciones, dejan ver el «apunto» que dirige magistral, el maestro máximo de pensamiento y escena.
Y aquí tenemos al Díaz-Plaja de esta obra, a la vez panorámica y detallada, recogedora de lo esencial tópico, y personalmente replanteada. Sugeridora y didácticamente aleccionadora. Recuerda él mismo otra interesante obra suya sobre el estudio de la literatura y los «métodos históricos» (que vienen a ser como la teoría del presente libro). Su enseñanza en «la palabra en el tiempo», nos lleva al génesis de toda obra profunda sobre estas materias. Y veamos lo sugeridor de algunos títulos, en su paseo académico sobre la «Weltliteratur». «Ex Oriente Lux», ese mundo lejano «ceremonial y moralizador» —recuerdo que en una décima de mi 27, decía yo respecto a Confucio: «Nunca te quitas los guantes, en presencia del Señor»—. Ve la India, como «puente entre Oriente y Occidente»; se fija en el «barroco griego», dando al
al término la profunda y extensa significación d’orsiana —y en parte mía—, la Roma de «conciencia épica»; percibe, en las catacumbas cómo el cristianismo «mina al Imperio romano», o como se va, en las nacientes nacionalidades y literaturas «de la unidad a la pluralidad». Recoge el eco del mundo clásico en la Edad Media y los héroes diversos de las grandes gestas, viendo a España en la confluencia de Oriente y Occidente. De la voz de los trovadores, pasa a los «sueños universales» de Dante, Alfonso el Sabio y Llull, llamando al siglo XVIII la «cultura de las grandes catedrales», a la que llamaría mejor «siglo de Dante» (aunque sentiría se omitiese la cita de nuestro amigo Tierno, en un interesante estudio, si bien no creo que sea él el descubridor de esa designación). Como especialista, ve muy bien el fenómeno del teatro medieval. Sería prolijo enumerar su acertada visión en este vistoso panorama desde el Renacimiento a nuestros días, en que sigue los mismos acertados encuadres y términos, la misma conseguida condensación de materias.
Quiero terminar con el apretón de manos al buen amigo. Fue el primero que destacó el valor de mi poesía, desde sus primeros libros, y su crítica de mi Dios sobre la muerte es acertada. Precisamente, él, también poeta, puede percibir lo que es sensibilidad creadora unida al esfuerzo que suele llamarse erudito. Como decíamos, muchas veces tiene el buen gusto de ocultar esta erudición y revestir su saber en la forma de sus breves «neoglosas» o ensayos. Compañeros en diversos campos, la última efemérides que nos une es la de un premio nacional por nuestros estudios y actividades sobre el teatro.
Madrid, marzo de 1965
Ángel Valbuena Prat, Prólogo a La literatura universal, págs. 5-8.