Ana Díaz-Plaja
Introducción
La posición de Guillermo Díaz-Plaja en el diálogo Cataluña-Castilla no es fácil de explicar ni sencilla de valorar para quien, como yo, se enfrenta a la cuestión de una manera biológicamente poco distanciada. A veinte años de su muerte, su obra y su figura pasan por un purgatorio que dificulta aún más una aproximación a ciertos aspectos constitutivos de su trabajo, entre los que se cuenta su posición entre las culturas catalana y castellana. Guillermo Díaz-Plaja se consideró toda su vida un tendedor de puentes entre estas dos culturas. Un trabajo bastante inútil: ciertos españoles no presentan el menor deseo de dialogar con ninguna cultura periférica, y, al mismo tiempo, muchos catalanes no ven la necesidad de comunicarse con una realidad que desearían ajena. En medio, es cierto, hay una porción de intelectuales que sí creen en este diálogo, una creencia que se sostiene con más o menos devoción y que se apoya con más o menos convencimiento según sea la coyuntura histórica y política que la impulsa. Y por supuesto, que varía extraordinariamente según el momento histórico desde el que se analizan estos movimientos de diálogo o simpatía. Pero abordar el tema de las relaciones entre la cultura castellana y la catalana obligaría también a definir estos conceptos: qué clase de cultura, qué valor o dependencia otorgamos a este concepto con respecto a la ideología y al poder. Los términos «castellana» y «catalana» aún se prestan a mayor confusión, puesto que no dejan de ser simplificaciones que ocultan realidades complejas y de diferente ámbito según el ángulo desde el que se establezcan. Por eso, para describir la posición de Guillermo Díaz-Plaja en ese presunto diálogo, creo que tan importante es abordarlo desde la tarea que realizó, desde dónde lo hizo (su trayectoria vital y su posición ideológica) como lo es hacerlo desde las respuestas que tuvo en vida, y las que mereció después de muerto.
Una vida, una forma de ser
GDP recogió su peripecia vital en diversos libros autobiográficos: Memoria de una generación destruida (MGD) (Barcelona, Delos-Aymá, 1966) y Retrato de un escritor (RE) (Barcelona, Pomaire, 1978), así como en el libro de prosa poética Papers d’identitat (Barcelona, La Espiga, 1959). Nacido en Manresa en 1909, estudió el Bachillerato en Gerona y las carreras de Filosofía y Letras y Derecho en Barcelona. Se doctoró en Madrid, y en los cursillos de 1933 obtuvo el número 1 de Literatura Española. Tras la guerra civil, en que fue movilizado como miliciano de cultura del Ejército de la República en Barcelona, evitó el exilio y permaneció en su ciudad. Depurado como catedrático de Enseñanza Secundaria y como profesor universitario, recuperó la cátedra gracias a la intercesión de su amigo Luys Santa Marina, amistad que databa de los años treinta; sin embargo, la Universidad se le cerró para siempre. El empuje que había mostrado antes de la guerra no se detuvo en los años de posguerra: se incorporó a la enseñanza y asumió en 1939 la dirección del Instituto del Teatro. A partir de aquí, la historia es conocida y recordada no siempre con exactitud: prosiguió una carrera imparable de publicaciones, colaboró en la prensa, dictó cientos de conferencias y viajó numerosas veces a Hispanoamérica. En 1967 ingresó como académico de número en la Real Academia Española —cuyo discurso de ingreso contestó Martí de Riquer— y asumió la dirección del Instituto Nacional del Libro Español. Una bibliografía de más de 200 títulos de todos los géneros se cerró en 1984 con su muerte en Barcelona.
No es éste el lugar para repasar la biografía de Guillermo Díaz-Plaja; muchos de estos datos son conocidos y remito al lector a cualquiera de los libros arriba mencionados para completarlos. Pero para afrontar esta cuestión vale la pena destacar algunos aspectos que redundarán después en su actuación y visión sobre las relaciones entre cultura catalana y castellana, y que parten de sus circunstancias vitales e intelectuales. En primer lugar, no sería comprensible la posición de Guillermo Díaz-Plaja si no se atiende a las circunstancias de su doble posición. Una formación vital e intelectual en dos campos: por un lado, el de la cultura castellana en la que se especializó, doctoró y consiguió cátedra, publicó la mayoría de sus trabajos de investigación y divulgación y consiguió cargos y honores, con una presencia en Madrid tanto física como a través de las colaboraciones en la prensa. Por otro, el entorno catalán en el que se formó y del que bebió. Barcelona era su ambiente natural y su incorporación al mundo intelectual se produjo, indudablemente, desde Barcelona. Desde Barcelona tenía una forma de pensar a España, y desde Madrid, una forma de pensar en la cultura catalana. Esta dualidad se mantuvo durante toda su vida; una dualidad de trabajo, de pensamiento y de sentires apoyada además en una notable curiosidad.
En segundo lugar hay que atender a su formación intelectual, que es compleja y se nutre de varias fuentes: una es el peso que tuvieron los planteamientos de la Institución Libre de Enseñanza en sus conceptos sobre educación y formación, que no abandonó nunca, así como los esfuerzos de incorporación a los proyectos en esa línea, como el Institut Escola. Otra es, por supuesto, la filiación orsiana, reconocida y aceptada, figura a la que dedicó una buena parte de su bibliografía (las monografías Veinte glosas en honor a Eugenio d’Ors [Barcelona, Publicaciones de la Sección de Prensa de la Diputación Provincial de Barcelona, 1955], La defenestració de Xenius [Andorra La Vella, Editorial Andorra, 1967] o El combate por la luz [Madrid, Espasa Calpe, 1981], así como muchas notas dispersas) y que influyó, especialmente, en sus análisis culturales y de lectura de la historia. Menos conocida es la filiación maragalliana, visible en algunas concepciones éticas. En Retrato de un escritor reconoce estas deudas y el magisterio de diversas personas, tanto de un lado del Ebro como del otro: de Josep M. López Picó, Jordi Rubió y Carles Riba, y, claro está, Eugeni d’Ors, por parte catalana; el de Azorín, Ramón Menéndez Pidal, José M. de Cossío, Juan Ramón Jiménez o Gregorio Marañón por parte castellana. Igual deuda muestra tener con sus compañeros de Facultad que constituyeron después un referente toda su vida: Carlos Clavería, Miquel Batllori o Juan Ramón Masoliver.
Esta formación le llevó a una inmensa producción libresca en su campo de especialización, la Literatura Española, dividida en ensayos, estudios, críticas y la ingente variedad de libros de texto. Pero su obra ensayística también interviene en el devenir histórico y cultural; son lo que él mismo denominó «los libros de la conducta» (RE, pp. 251-256), que generalmente se forjaban a partir de artículos periodísticos. No hay que olvidar, tampoco, los libros de creación poética y la dedicación a la letras catalanas a través del cultivo de la poesía y del ensayo, género en el que publicó, por ejemplo, la colección de ensayos De literatura catalana (Barcelona, Selecta, 1956) o Viatge a l’Atlàntida i retorn a Itaca, que fue Premio Ciudad de Barcelona de Ensayo 1961 (Barcelona, Destino, 1962). Todos estos campos se apoyan en sus aproximaciones metodológicas a la realidad cultural: una huida de la erudición por sí misma y una insistencia en la divulgación; un concepto comparatista de la Literatura, basado, por un lado, en las grandes síntesis que recogieran las líneas maestras de los movimientos y sus contrastes. Y por otro, en la presencia de vasos comunicantes entre diversas culturas de un mismo ámbito cultural. Es en este contexto donde se ha de situar su interés por las literaturas hispanoamericanas, por el movimiento cultural europeo y su interés por los viajes.
Es importante destacar que no dedicó ningún trabajo específico a este tema, si exceptuamos Mentalizar sobre la región. Una posibilidad llamada Cataluña (MSR) (Barcelona, DOPESA, 1976). En esta obra pretendió unir en un solo volumen reflexiones dispersas en diversos libros («Repiten estas páginas una vieja preocupación mía, visible en otros menesteres de mi actividad intelectual, y especialmente presentes en mis libros Agendas para una política cultural [1970], Discursos para sordos [1971], El intelectual y su libertad [1973] y Tratado de las melancolías españolas [1975] [MSR, p. 7], así como en muchos artículos y notas dispersas en otros libros»). Más adelante, en Sociología cultural del postfranquismo (Barcelona, Plaza & Janes, 1979) recogió nuevas cuestiones surgidas en los primeros años de la transición e insistió en muchas de las ideas que durante años formaron parte de su entramado vital y cultural.
En este entramado se desarrollaron ciertas tendencias caracterológicas que marcaron profundamente su obra. Convendría destacar, por un lado, una tendencia a otorgar «presunción de inocencia» a los campos contrarios; en definitiva, un cierto candor intelectual, que le llevaba a valorar positivamente coexistencias que la realidad demuestra imposibles: así, la convivencia entre escritores de diferente pelaje en las revistas de vanguardia, la de los intelectuales españoles y catalanes o los del exilio y el interior. O planteamientos ideológicos cuya coexistencia veía posible compaginar. Esta especie de optimismo cósmico le llevó a sus mejores aciertos y a sus decisiones más equivocadas con los adversarios más dispares (así reconoce su ingenuidad al presentarse a la cátedra de Gramática General y Crítica Literaria de la Universidad de Madrid [RE, p. 234 y n. 6] en 1945, o el incidente desafortunado con la revista Escorial [RE, p. 160]). En el terreno que nos ocupa se manifestaba en una auténtica creencia en el diálogo y en la superación de los problemas a través de una buena comunicación entre las diferentes culturas. Ello le llevaba a minimizar aspectos negativos y a calificar con demasiado optimismo cualquier avance que pudiera producirse.
Por otro lado, son definitorias de su forma de afrontar la vida y los retos intelectuales, la vocación y la predisposición casi diría natural hacia la gestión cultural —¿una de los muchas reminiscencias orsianas que pueden reseguirse en su biografía intelectual?—. Ello explicaría sus actitudes de activista cultural tanto antes como después de la guerra civil. Con una diferencia: después de 1939 esta actitud tenía una carga política muy distinta. Sus ideas sobre el contacto entre las culturas catalana y castellana eran las mismas que antes de la guerra civil, pero en el nuevo contexto, y con una depuración a sus espaldas y nuevos cargos entre manos, su actitud no fue, obviamente, de resistente: fue de posibilista. Su posición pretendió establecer una independencia de pensamiento frente al franquismo monolítico, recuperar la tradición liberal; o mejor, integrar la tradición liberal, sin desdeñar las oportunidades que la nueva situación le brindaba, y que le dieron muchas satisfacciones y más de un disgusto. Pero al mismo tiempo, pretendía marcar unas distancias claras con respecto a la manera de actuar de ciertos intelectuales de oposición, en la que nunca se integró de manera activa: «Establecer, autoritariamente, inclusiones y exclusiones; extender, unilateralmente, credenciales de patriotismo, está en contraposición con cualquier profesión de fe de liberalismo. La realidad es multiforme, y por ello las simplificaciones son falaces. Y sobre todo, la realidad es como es y tal como es” (MSR, pág. 102)
Ideas sobre el diálogo
A) Necesidad de información. En diversas fuentes es posible rastrear el convencimiento de Guillermo Díaz-Plaja acerca de que el problema se reducía a una falta de información, que había que atajar desde la infancia. Para él, la falta de entendimiento no podía más que residir en la falta de información y conocimiento que los españoles podían tener sobre las otras culturas peninsulares; era tarea, pues, de un intelectual que por circunstancias vitales y profesionales se encontraba a caballo entre dos culturas, afrontar la tarea de hacerlo. La solución no era excesivamente difícil: en una sociedad escolarizada, había de plantearse a través de la enseñanza. Desde las escuelas de Magisterio de toda España había que explicar la existencia de una realidad plurilingüística que enriquecía la misma idea de España; desde las facultades de Letras, había que impulsar a los futuros filólogos a conocer y a profundizar en las lenguas y las literaturas que formaban el conjunto español. De esta manera todos los españoles, al acabar sus estudios primarios o secundarios, habrían sido ya informados acerca de esta posibilidad de enriquecimiento lingüístico. Un pensamiento que puede resumirse con estas palabras: «Y así, en mi caso específico, he creído un deber acumular información para todos los españoles, de la singular coyuntura que se dispone a afrontar nuestra Cataluña. Hace muchos años, en efecto, que vengo predicando casi en solitario la necesidad de que el resto de España tenga una noticia puntual, desde la escuela primera, de la múltiple realidad peninsular. Desde mis libros de texto, hasta mis artículos periodísticos y mis libros de investigación, no he perdido ocasión de valorar la realidad diversificada» (MSR, pp. 100-101).
B) Una España pluricultural. Este diálogo se formará cuando todos los españoles entiendan que España está formada por diferentes lenguas y culturas que se integran en una unidad diversa. Esta participación de la cultura catalana (y por extensión gallega y vasca) en el proyecto de España, esta inclusión de lo catalán en lo español, desde una postura maragalliana, puede tener diversas lecturas. Teniendo en cuenta la fidelidad a su formación intelectual, es verdaderamente plausible la de una aspiración a una España pluricultural. La idea de una España «amada en catalán», parafraseando el título de uno de sus artículos, el valor de las palabras de Joan Maragall dirigiéndose a una España a la que habla «en llengua no castellana», es una constante a lo largo y a lo ancho de sus páginas, y es una de las ideas más repetidas en los libros de texto y, por supuesto, recogidas en Mentalizar sobre la región. La realidad, o si se quiere, la unidad de España ha de ser integradora de sus realidades periféricas; toda idea que no parta de este principio habrá de ser forzosamente empobrecedora o, incluso, muerta. Esta es una de sus creencias más firmes.
Ciertamente, en la posguerra más monolítica podía ser y era, con todos los matices, una corriente de aire fresco encontrar estas afirmaciones, así como datos y noticias acerca de las cuatro literaturas del Estado como parte de un proyecto común (1). Por supuesto, esta idea del aire fresco posibilista es inaceptable para otras ópticas. Al fin y al cabo, la permeabilidad de ciertos planteamientos políticos e ideológicos puede dar los resultados más asombrosos en diferentes contextos sociopolíticos. Así pues, para algunos no es la voz de la tradición liberal la que lleva a realizar estas informaciones de concordia y armonía, sino que es, en el fondo, la del franquismo puro y duro, aunque no fuera franquismo triunfante (2).
C) Necesidad del uso de los dos idiomas y la fidelidad a la lengua. Otra de las ideas recurrentes es que el castellano puede y ha de ser un vehículo para transmitir la realidad de Cataluña en zonas castellano parlantes. Con este fin instaba a los escritores en lengua catalana para que utilizaran el castellano, el único idioma posible para informar sobre su realidad. Guillermo Díaz-Plaja siempre defendió el bilingüismo de uso periodístico, y aun el literario, sin detenerse a considerar la posible asimetría del mismo (3). Al mismo tiempo informaba a los lectores y escritores del ámbito castellano acerca de las razones por las que un escritor catalán no querrá abandonar su lengua, y practicará el monolingüismo, clave en el mantenimiento casi milagroso de la lengua catalana en la Dictadura.
D) Unidad y solvencia de la cultura catalana. Guillermo Díaz-Plaja escribió muchos artículos destinados a rebatir disparates filológicos que se soltaban por las Españas sobre el valenciano o el catalán, como la falta de unidad de la lengua o el carácter secundario de la cultura en lengua no castellana (MSR, pp. 132 y ss.). La identidad cultural y lingüística de las zonas de dominio catalán le lleva también a aventurar la posibilidad de integrar otras unidades distintas a las naciones. Así, en Mentalizar sobre la región hay también unas reflexiones acerca de la Europa de las regiones, en las que esboza como una posibilidad la creación de unas unidades regionales europeas basadas en las unidades de tipo lingüístico o cultural como una posibilidad de lo que hubiera podido ser y de lo que podría ser Europa en el futuro: «Una Europa basada en la multiplicidad regional hubiese permanecido al margen de lo catastrófico, de los imperialismos que se montan sobre imperialismos «nacionales»» (MSR, p. 155).
Vehículos de transmisión
Los libros de texto fueron el vehículo esencial de transmisión de las bases de este diálogo. La aportación de Guillermo Díaz-Plaja a la enseñanza de la Literatura desde los años cuarenta a los setenta ha sido ya estudiada en diversas ocasiones. Los aspectos más destacados son el de una metodología viva, basada en la lectura de los textos y en las síntesis clarificadoras, y, más importante para el campo que nos interesa ahora, por la incorporación de las literaturas no castellanas a una visión global de la Literatura Española (4).
Otro de los vehículos había de ser, forzosamente, el periodismo. Desde este punto de vista, Guillermo Díaz-Plaja insiste en la necesidad de utilizar los medios de comunicación de alcance estatal para difundir sus ideas acerca de la necesidad de información y diálogo. También se encuentra esta constante en la obra como ensayista y crítico, donde partía de la necesidad de incorporación de los fenómenos culturales que rodeaban la literatura castellana, en un intento de poner en práctica lo que en los libros de texto quedaba plenamente establecido: la absoluta pertenencia de la cultura catalana al conjunto hispánico. Así hay presencia de la Literatura Catalana en estudios mayores como Modernismo frente a Noventa y ocho (Madrid, Espasa Calpe, 1951) o Estructura y sentido del novecentismo español (Madrid, Alianza, 1975), por no mencionar la presencia de las culturas catalanas, gallegas y vascas en La Historia general de las Literaturas Hispánicas (Barcelona, Barna, 1949) o en las Antologías. Y hayincorporación de autores catalanes en obras misceláneas o en el tratamiento de cuestiones culturales que puedan abarcar a escritores a uno y otro lado de la frontera lingüística.
Otro vehículo importante son las actividades que desarrolló como animador cultural. El punto de partida habría que situarlo en el famoso encuentro de catalanes y castellanos en Barcelona en 1930 (vid. MGD, pp. 67-71). Toda posible empresa que reuniera intelectuales del ámbito castellano —su especialidad intelectual— y catalanes —su ambiente y sus orígenes— le interesaba; así, las colaboraciones en la prensa de Barcelona y Madrid, desde Hèlix y La Gaceta Literaria, que contemplara proyectos de encuentro entre las dos culturas, como él mismo recuerda en las páginas de MGD y de RE (5). También se muestra en su participación en el famoso crucero por el Mediterráneo que en 1933 dirigió Manuel García Morente, que agrupó a diversos estudiantes y profesores de las Universidades de Barcelona y Madrid, a los que la inminente contienda escindiría brutalmente en campos antagónicos, como puede verse en la lista de pasajeros del viaje (6). Y lo mismo cabría decir del crucero que al año siguiente organizó junto a Jaume Vicens Vives, siguiendo las mismas pautas, pero esta vez desde la Universidad de Barcelona, con rumbo a América y dirigido ahora por Ferrer i Cagigal (vid. MGD, pp. 107-113).
Tras la guerra civil, se reemprendieron los intentos de encuentro y de diálogo. Ahora bien, las reglas de juego eran totalmente diferentes. Desde las tribunas a las que accedió —Instituto del Teatro en Barcelona o la cátedra del Balmes— aprovechó resquicios para resituar la cultura catalana, por ejemplo, incorporando teatro catalán o convidando a autores catalanes como Josep Maria de Sagarra o Josep M. López-Picó a las inauguraciones de curso del Instituto del Teatro, autores que podían alternar, claro está, con Eugenio Montes (7). También sumaba su asistencia a otras iniciativas, como los Congresos de Poesía: «Terco de ésta, como de otras muy pocas verdades, he venido predicando la posibilidad y la vecindad de entendimiento entre las aristocracias culturales. Y nadie con mayor emoción que yo fue presentando a los poetas de Cataluña (Riba, J. V. Foix, Tomás Garcés) a los escritores de Castilla cuando, pasados muchos diluvios, sobre el Arca tambaleante de una delgada fe en el futuro, acudieron por primera vez a uno de aquellos emocionantes Congresos de Poesía que en los años cincuenta, a iniciativa de Joaquín Pérez Villanueva, juntaban esta vez en Segovia, a la sombra del sepulcro de San Juan de la Cruz, a los poetas de todas las inflexiones del verbo hispánico» (MGD, p. 71). Aún habría de recoger, en su libro Ensayos sobre comunicación cultural (Barcelona, Espasa Calpe, 1984), aparecido un mes antes de su muerte, los encuentros de Sitges de 1982.
Conclusiones
Hasta aquí la presentación de una trayectoria que hoy parece completamente olvidada, y que tal vez merezca una recuperación algo más que arqueológica para entender cómo se vivieron ciertos enfoques y cómo, tras la muerte de Franco, quedaron superadas las tímidas resistencias interiores. Pero, como recuerda J. C. Mainer, «A nadie parece interesarle mucho la compleja trama de hidrología intelectual que permea la vida de la cultura castellana y de la catalana bajo el franquismo y en la transición —un ámbito de preocupación al que el escritor dedicó algo más que retórica de buena fe—». Y concluye: «La continuidad que Guillermo Díaz-Plaja aportó a la vida cultural catalana y española no entra en las categorías de lo heroico. Pero, a menudo, salvan la esperanza los fieles a la mínima resistencia» (8). Recordar en el año 2003 esta continuidad no supone únicamente luchar contra un muro de silencio, sino con el hábito ya establecido de dividir a los que vivieron la posguerra entre héroes y traidores; el hábito de considerar que durante esos años hubiera sido preferible el «cuanto peor, mejor». Es posible que la realidad fuera menos clara, un mal escenario para recibir los pasaportes de dignidad e indignidad que hoy algunos otorgan sin importar demasiado la pertinencia del análisis o incluso la veracidad de los datos (9). Esta circunstancia debería preocupar poco —simplemente muestra a unos historiadores que no comprueban sus datos—, a no ser por el hecho de que ha contribuido a lecturas burdas sobre una época que demanda visiones menos épicas y análisis más matizados. La revisión de los años de posguerra —y de los años siguientes— es una tarea de difícil calibrado que requiere los más finos instrumentos de trabajo y una mayor complejidad de visión. O tal vez, simplemente, que pasen algunos años más y que todo se convierta en polvo y en nada.
Notas
(1) Vid. J. C. Mainer, «El ensayista bajo la tormenta: Guillermo Díaz-Plaja (1928-1941)», en Professor Joaquim Molas. Memoria, Escriptura, Historia, Barcelona, Publicacions de la Universitat de Barcelona, 2003, p. 621.
(2) Así, J. Perera: «No cal veure-hi sino la utilització dels típics arguments de l’època franquista amb els quals, a partir de criteris polítics i no pas literaris, es valoraven les obres literàries i es decidia quins eren els bons escriptors i quins els dolents; criteris que havia deixat ben clars Serrano Suñer l’any 1939 en unes declaracions realitzades setmanes abans de la conquesta de Barcelona, en els quals feia explícites les característiques que havia de tenir l’ocupació de Catalunya» («La llengua i la literatura catalanes en els llibres de text de l’época franquista», Temps d’Educació, núm. 3 (1er. trimestre 1990), pp. 226-227).
(3) A este respecto, vid. los comentarios a la encuesta que planteó la revista Taula de canvi (núm. 6, juliol-agost 1977, pp. 5-19) recogidos por Guillermo Díaz-Plaja en Sociología cultural del postfranquismo, Barcelona, Plaza & Janes, 1979, pp. 169-176. Joaquim Molas atribuye la razón del bilingüismo que defiende G. Díaz-Plaja, entre otros motivos, al hecho de ser hijo de militar. Un militar, por cierto, leal a la República en 1936-1939.
(4) Fernando Valls, La enseñanza de la literatura en el franquismo, 1936-1951, Barcelona, Antoni Bosch Editor, 1983, o Josep Lluís Bronchal, «Algunos manuales de literatura de los años sesenta. Una aproximación a su metodología», en F. J. Cantero, A. Mendoza y C. Romea (eds.), Didáctica de la lengua y la literatura para una sociedad plurilingüe del siglo XXI, Barcelona, Publicacions de la Universitat de Barcelona. 1997. Págs. 915-918). En su trabajo, J. Perera rastrea la presencia de la Literatura Catalana en los libros de la época franquista; las intervenciones de Guillermo Díaz-Plaja son examinadas atentamente para detectar todas las veces en que el autor utiliza términos como «imperial» o «grandeza de España»: en resumen, ninguna intención aclaradora y sí puras intenciones fascisto-imperiales (J. Perera, op. cit).
(5) A. Manent, «Literatura i diáleg», en el Catáleg de l’Exposició Barcelona Madrid 1898-1998. Sintonies i distancies, Barcelona, Diputació de Barcelona, 1997, pp. 130-141.
(6) Cartes de navegar, Barcelona, L’Aixernador, 1992 —una edición ilustrada y con documentos complementarios a las Cartes de navegar, Barcelona, Quaderns Literaris, 1935—. Consúltese también el catálogo de Crucero universitario por el Mediterráneo (Verano 1933) Madrid, diciembre de 1995-enero 1996, Madrid, Residencia de Estudiantes, 1996.
(7) Vid. Jordi Amat, «Guillem Díaz-Plaja, home frontissa, Dues cartes inédites del seu epistolari», Revista de Catalunya, núm. 178 (novembre 2002), pp. 45-52.
(8) J. C. Mainer, op. cit., pp. 610 y 637.
(9) En diversas ocasiones he encontrado datos tergiversados o erróneos. Así, «Guillem Díaz-Plaja, nascut a Manresa el 1909, era un dels «catalans de Burgos»» (Guillem-Jordi Graells, L’Institut del Teatre 1913-1988. Historia Gráfica, Barcelona, Diputació de Barcelona, 1985, p. 85). También requerirían mayor matización las palabras de Josep Termes, donde se detecta también un error de bulto referido a Santos Torroella: «Laín incorporó al equipo barcelonés de propaganda del nuevo régimen a Félix Ros, Fernando Gutiérrez, Guillermo Díaz-Plaja, Santos Torroella y al citado Santa Marina» («Enero de 1939, entre la historia y el exilio», en J. M. Solé i Sabaté, Cataluña durante el franquismo, suplemento de La Vanguardia, 6 de enero de 1985, p. 9). En otros casos es la adscripción tajante sin ninguna precisión: «Aconseguí el n. 1 en l’especialitat de Literatura Espanyola en els cursets de 1933. S’incorporá ideológicament de manera plena en el règim instaurat el 1939, després de la victoria del general Franco a la guerra civil» (Jaume Sobrequés i Calicó, Historia d’una amistat, Ajuntament de Girona/Vicens Vives, 2000, p. 772, n. 4). O «Després de la guerra va ser un deis intel-lectuals lligats al franquisme, i va evolucionar cap a postures culturalment més tradicionals» (Josep M.a Huertas y Caries Geli, «Mirador», la Catalunya imposible, Barcelona, Proa, 2000, p. 179).
Ana Díaz-Plaja.— UNIVERSITAT DE BARCELONA