Alberto Insúa

«Quijote de escritores»

He aquí dos libros que se intitulan, respectivamente, Quijotes de España y Don Quijote en el país de Martín Fierro. Los firman dos ilustres escritores que han tenido la bondad de enviármelos con amables dedicatorias. Según una de éstas, yo soy un «Quijote de escritores». Y en la otra se dice que también he sido “Quijote en la tierra de Martín Fierro”. Ambas dedicatorias me conmueven y me hacen reflexionar. ¿Realmente merezco ese epíteto glorioso, esa comparación, por distante que sea, con la prodigiosa figura cervantina, espejo de las mayores virtudes de nuestra raza?. Creo que Santiago Magariños y Guillermo Díaz-Plaja, al dedicarme sus mencionadas obras, incurrieron en parcialidad amistosa. Pero bendita sea esa parcialidad, que es muestra de la estimación en que me tienen y de la idea que se han formado de mi actuación literaria, que en ningún momento – ni aún cuando de joven, de muy joven, sufrí ciertos extravíos – dejó de inspirarse en la doctrina quijotesca.

Mi primer libro, publicado hace más de nueve lustros, se titula Don Quijote en los Alpes. Señal de que yo me inscribía en la Orden de los caballeros andantes de las letras para correr las aventuras venturosas y las desventuradas que me deparase la voluntad de Dios. Al parecer no he infringido demasiado las pragmáticas de esa Orden, pues, si no ¿por qué mis dos ilustres colegas, sin ponerse de acuerdo, me honrarían llamándome lo que me llaman en sus dedicatorias?.

«Quijote de escritores»… Esto quiere decir, según Santiago Magariños, que mi pluma ha sido y es defensora de las buenas causas: pluma de patriota y de cristiano. Eso es todo. Y en cuanto a lo de que yo «haya sido también Quijote en la tierra de Martín Fierro», no sabe Díaz-Plaja hasta qué punto me emociona que lo diga, que lo proclame, con la doble autoridad que le confiere su talento y su experiencia, porque él, en la Argentina, en sus fructíferas incursiones culturales, fue testigo de mi afán constante por enaltecer las virtudes y los méritos de España, por combatir la «leyenda roja» y los residuos venenosos de la «negra» y por no escribir una línea ni proferir una palabra que no fuesen eso que él dice: quijotescas.

Desprendidas de su «parcialidad amistosa» – como antes dije – ambas dedicatorias definen mi actitud en el campo de la literatura y el periodismo, sobre todo desde el punto y hora en que hubo una Anti-España rabiosa que combatir y dominar.

Gracias, pues, Magariños, por la opinión en que me tiene. Y Guillermo Díaz-Plaja por su testimonio de mi conducta en la Argentina, donde durante 12 años no hice otra cosa – y García Sanchiz también lo sabe – sino españolear, como él dice y era mi deber.

Las obras de Santiago Magariños y de Díaz-Plaja, aunque de propósitos distintos, coinciden en algunos momentos. Quijotes de España es un estudio extenso e intenso de aquellos espíritus que por las vías de la religión, del gobierno, de la milicia y el pensamiento labraron la grandeza de la patria, partiendo del ideal cristiano y aspirando a su extensión ecuménica. Unidad española, Descubrimiento y Conquista de América, Contrarreforma… monarcas, héroes y santos intervienen en la lista y todos para el autor del admirable libro son Quijotes por el alma, por el carácter, por el saber soñar y – por fortuna y en algunos casos – ver cumplidas las ilusiones del caballero incomparable.

«Quijotes de las Indias» fueron los Conquistadores; «Quijote del Imperio», Felipe II; «Quijotes del cielo», seis santos de España: Santiago, Isidoro de Sevilla, Domingo de Guzmán, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz… En cada una de estas evocaciones y semblanzas asombra la erudición oportuna y el claro estilo del escritor. Y ambos dones también se manifiestan en los capítulos titulados «Quijotes del mar» (El mar, camino de España), «Quijotes del aire» (La aviación y la literatura), «Quijote de pueblos» (La misión espiritual de España en América) y, por fin, en las páginas postreras sobre el «Quijote de la Hispanidad» (Prisión y muerte de Ramiro de Maeztu), escritas por quien compartió con él las angustias y las exaltaciones de la fe en el cautiverio y debió partir para siempre «en una noche clara, en alado y limpio vuelo y hacia una paz eterna», como el mártir pedía en los últimos versos que recitó.

Coinciden Magariños y Díaz-Plaja no en los vocablos, sino en las ideas al referirse a la acción espiritual de España en América, que ha respondido, y habrá de responder siempre, a una norma generosa, es decir, quijotesca. Díaz-Plaja lo que pretende – y logra – es algo más concreto y reducido, pero no menos interesante que la empresa histórica, impregnada de emoción, de Magariños. Es presentarnos, con objetividad y serenidad en la crítica y una documentación directa, obtenida «sobre el terreno», el fenómeno de la divulgación del Quijote en la Argentina y las diversas interpretaciones que del libro maravilloso han emanado de las mentes más preclaras de aquel país. Mentes como las de Sarmiento, Alberdi, Echeverría y José María Gutiérres que, por razones políticas momentáneas, eran hostiles a «todo lo español» (¡de esto he hablado en estas mismas columnas tantas veces!), hasta la hora en que se inicia y no cesa de progresar en la República del Plata el movimiento hispanófilo, que preside la figura egregia de Joaquín V. González.

Antes y después, el Quijote es admirado, comentado, imitado en la tierra del gaucho «Martín Fierro», que es una variante americana del Quijote. Un jurisconsulto ilustre, Vélez Sarfield, autor del Código Penal argentino, se declaró «enemigo de las novelas», afirmando «no haber leído ni siquiera el Quijote». Pero el autor de Facundo lo leyó muy a fondo. Y toda la intelectualidad argentina, desde él, Sarmiento, hasta los escritores, pensadores y poetas actuales, ha sido lectora y comentadora del Quijote. Y cervantista y cervantófilo más eminente de toda la América hispana es el argentino Ricardo Rojas que representa en su país – un tanto fuera de la ortodoxia – lo que representó Menéndez y Pelayo en el nuestro.

Gracias al Quijote sigue España presente en la Argentina. Es una comprobación y testimonio de Díaz-Plaja. Pero ¡cuidado! Que no es tiempo de envainar la espada, porque el «quijotismo» – esencia y cifra de nuestra cultura en América – tiene, y Díaz-Plaja los conoce, sus adversarios en «El país de Martín Fierro»…

Volveré sobre este asunto. Entretanto, de nuevo mi gratitud conmovida a mis grandes camaradas por haberme llamado «Quijote». Título de suprema nobleza que haré todo lo posible por merecer y confirmar con mis libros y mis actos.

Alberto Insúa, La Vanguardia, 3 de junio de 1952

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