Carlos Murciano

Díaz-Plaja en dos tiempos

Una, aproximación a la figura y la obra de Guillermo Díaz-Plaja necesitaría, y lo sabemos, algo más de dos tiempos y no menos de tres: aquellos que recogieran sus vertientes ensayística, poética y viajera. A las dos primeras venimos a referirnos hoy, si ceñidos a dos de sus libros más recientes: Ensayos elegidos y Belén lírico.

Ensayos elegidos es el tercero de los libros antológicos de Díaz-Plaja. (Hacia un concepto de la literatura española (1942), que anticipaba el título que hoy nos ocupa, y Ensayos escogidos (1944), abrieron marcha). Al frente de esta bella edición de Revista de Occidente aparecen unas palabras de Azorín, en las que el maestro, preciso siempre, nos brinda —copa y pluma en mano— tres adjetivos para la bibliografía del escritor catalán: amena, apacible, deleitable. Echamos de menos, en cambio, el prólogo del autor. Y en verdad que hubiera servido el que encabezara su selección de 1944: aquella defensa del ensayo, luminosa, y no sólo por fechada el día de Nuestra Señora de la Luz. A Díaz-Plaja no le ahogan, como al personaje de Anatole France, sus propias fichas: él sabe cómo y cuándo lanzar al aire su cometa multicolor y contemplarla, en tanto se balancea, atada a la realidad por su solo hilo. “Yo creo —escribió Marañón— que lo más serio y, por tanto, lo más responsable que hacemos los hombres es ensayar y ensayar”. Seriedad y responsabilidad presiden el hacer de Díaz-Plaja. Curiosidad, intuición, personalidad —y, esta vez, los vocablos son suyos – también.

“Elegir es una muerte” escribió Pedro Salinas, mas si ello es cierto, también lo es su condición vivificante, pues que a más vida lleva lo que salva. Con significar elección, la tarea del autor en este libro implica también ordenación. De La ventana de papel, de Defensa de la Crítica, de El reverso de la belleza, de El espíritu del barroco —su bibliografía es sorprendentemente vasta—… el autor ha espigado y reclasificado lo más representativo. En reciente comentario sobre el último libro azoriniano, Díaz-Plaja escribía: “Soy resuelto defensor de la recolección en volumen de la obra dispersa. Con dos condiciones: que la entidad de cada fragmento la justifique y que la ordenación devuelva a los textos coleccionados la unidad originaria que tuvieron en la mente de su creador”. No hay, por supuesto, en la obra de Díaz-Plaja aquí recogida la dispersión que en unos artículos periodísticos de Azorín; pero no cabe duda que, al arrancar de cada libro una serie de capítulos y reagruparlos bajo un título común, sujetos a un nuevo esquema, el autor está cumpliendo una interesante —y necesaria— labor ordenadora y unificadora. Este nuevo esquema se ajusta a seis grandes apartados: Capítulos para una preceptiva, Mitos en Tiempo y Espacio, Barroco y Romanticismo, Notas de varia estética, Tres figuras contemporáneas y Bachiller en panoramas. El resultado es un libro ue podría servir, acaso como ningún otro, para cifrar este aspecto de la personalidad rica y múltiple del escritor manresano.

¿Y este Belén? ¿Y esta Navidad de estío» —por decirlo con palabras de Andree Sondenkamp— que acogen las ediciones malagueñas de Ángel Caffarena? Bienvenidos sean sus seis líricos tramos, ahora que el sol aprieta y la nieve es como un sueño lejanísimo, quebrado en sus albores; bienvenidas sus décimas galanas, uno de los mejores logros de Díaz-Plaja poeta; bienvenidas sus generosas innovaciones, donde se mezclan el pobrecito de Asís y el cosmonauta, hormigas y luceros, Teilhard y Tomás de Aquino, los pájaros de barro del evangelio apócrifo y “la maestra que también sirve a Dios enseñando gramática”; bienvenida su llamada, bajo la sombra grande y buena del Concilio; bienvenidos sus Magos y pastores su “cruce de razas y caminos bajo la estrella del Portal”. Díaz-Plaja no habla esta vez —y bien que podría— en su lengua materna —“la lengua redonda y enérgica de Ramón Llull y de Maragall”—, sino que trae, como en su reciente ruta lírica de Cataluña a Santiago, un verbo navegante: el que nos sirve de atadura y universal entendimiento. Y cómo gravita en él la huella de nuestros clásicos mejores, su grácil hondura:

«Deja la sierra, José
que María desfallece
mientras el milagro crece.
¡Ay!, ¿a quién se lo diré?
Pastores, zagales, ¡eh!
(La humanidad se ha dormido).
Pífano y tambor, ¡ruido!,
ángel y astros, ¡resplandor!,
pues que nos llega ese amor
que ninguno ha merecido».

Pero el escritor nos desborda. Cuando hablamos de dos de sus libros últimos, estamos haciéndolo con retraso. Porque aquí están, palpitantes, Las estéticas de Valle Inclán o su Memoria de una generación destruida, como pruebas de su fecundidad, de su laborar sin tregua. Uno lleva pensando desde hace tiempo, y aquí lo dice, que ese “puente de buena voluntad” entre los grupos literarios de las dos capitales que es Guillermo Díaz-Plaja necesita, para reposar de tanto ininterrumpido quehacer, un buen sillón. Y que en nuestra Academia los hay confortabilísimos.

Carlos Murciano Prat, La Vanguardia, 30 de junio de 1966.

‹ Volver a Impresiones de Escritores